domingo, 18 de enero de 2009

PAISAJES MEDITERRÁNEOS DE IDA Y VUELTA (13) EGIPTO ANTES DE LA LLEGADA DEL TURISMO DE MASAS 1847-1887

Desde tiempos napoleónicos a finales del siglo diecinueve Egipto se va poniendo de moda en los países europeos, con el progresivo descubrimiento de los tesoros artísticos y arquitectónicos de los Faraones.

Acuden a recorrer el río Nilo y las ciudades antiguas y modernas que lo rodean gente muy variopinta, cada vez en mayor medida. Arqueólogos, científicos, literatos o, simplemente, viajeros por puro placer. Se generaliza una pasión común: conocer la tierra que fue cuna de la Civilización Occidental.

Traemos a estas líneas las impresiones de dos libros de viajes, el “Viaje a Oriente. Egipto” del literato francés Gustave Flaubert (1850) y el “Viaje por el Nilo” del alemán E.V. Gonzenbach (1887).

De este último extraemos un párrafo que resume como se concebía entonces el turismo:

“La monotonía del viaje se ve interrumpida por el cambio continuo del aspecto de las márgenes, las frecuentes excursiones por tierra a las poblaciones próximas, los polémicos intercambios con la población nativa, la excitación de la caza, y la lectura y correspondencia”


Los vientos reinantes eran un elemento fundamental del viaje por el río Nilo. A las seis de la mañana se despertaba una ligera brisa, suficiente para pequeñas barcas, pero no para las de mayor tamaño. El mejor era el viento del Oeste, que permitía navegar a vela en las dos direcciones. Si predominaba el viento del Norte se podía subir fácilmente, y si lo hacía el viento del Sur las condiciones eran inmejorables para navegar hasta la desembocadura. El más temido era el viento del Desierto o Jamsin. Elevaba la temperatura como si de un horno se tratase y podía ir acompañado de tormentas de polvo y arena que interrumpían cualquier navegación. Las nieblas eran también peligrosas para la navegación, y frecuentes en invierno.

Un segundo aspecto a tener en cuenta para navegar era el propio cauce del río. Curiosamente los mayores peligros estaban en verano y en dirección a la desembocadura. Las aguas eran a veces tan bajas que surgían invisibles islas de arenas en las que los buques encallaban fácilmente.


Además de las islas de arenas, más frecuentes cuanto más próximas a la desembocadura, había cortados naturales donde el río discurría encajonado y veloz, por no haber podido arrasar las duras rocas del entorno. En ellos había que navegar lentamente, con celo y prudencia, para evitar chocar con las orillas. Estos cortados tenían numerosas oquedades naturales donde había grandes familias de cuervos marinos, querenciosos de dichas cavidades. En estos estrechamientos turbulentos eran frecuentes los cocodrilos que no dudaban en acechar a las pequeñas y planas embarcaciones, y había que ir con el arma preparada.

Se caminara a pie o se fuera en barco los cantos de la población local eran constantes. Los tonos de los remeros servían para impulsar los remos adelante y atrás. Los camelleros terminaban sus cantos con una expresión gutural y silbante que excitaba el trote de los dromedarios. Los días terminaban con los guías cantando en torno a la hoguera.

Para aprovisionarse de víveres había que parar cada cierto trecho. Se dudaba de la calidad del pan fabricado, por lo que había que ir a una población con mercado de trigo, adquirirlo e ir a cocer el pan.

Lo primero que llamaba la atención de las márgenes del río Nilo era el gran espesor, de decenas de metros, del humus o suelo negro y fértil, acumulado milenariamente por las crecidas e inundaciones, gracias a lo cual aquél país no era un desierto. Los campos cultivados sucedían sus aprovechamientos desde la orilla al desierto. Huertos, campos de arroz, caña de azúcar o maíz, campos de cereales, habas y otras leguminosas. Todos ellos se regaban con el agua extraída por norias y conducida a un inextricable laberinto de acequias y estanques. La única otra huella humana destacable eran los caminos rurales orlados por frondosas acacias, para defender a los paseantes del sol y el calor.

A lo largo del viaje, que podía durar hasta un mes, había tiempo suficiente para observar los infinitos matices de los atardeceres del archiverde de los campos cultivados contrastando con el cielo azul y el rojo escenario de fondo del desierto arábigo, o las distintas familias de palmeras que habitaban de norte a sur, de más de cien especies distintas. En cierto modo, la palmera era, junto con el adobe o barro, el árbol arquitecto de campos y ciudades. Sus troncos sostenían techumbres. Sus esteras alfombraban los suelos; y sus siluetas indicaban cualquier población o un oasis en el desierto.

La arribada de un buque con extranjeros a cualquier lugar atraía una variopinta concurrencia. Nunca faltaban los vendedores de infinidad de antigüedades. Esta actividad se estaba prohibiendo para evitar el expolio indiscriminado de las tumbas faraónicas, y ya entonces se hacían redadas en los almacenes de los clanes mafiosos que las coleccionaban y vendían ilegalmente. Aún más, por estos años se comenzaron a fabricar réplicas falsas en talleres clandestinos, a las que se le daba aspecto de antigualla con métodos caseros. En Luxor los había a docenas. Había también mendigos nadadores y portuarios, sastres y zapateros ambulantes que ofrecían repuestos y arreglos, un barbero con barbería portátil, incluyendo espejo, tijeras y toallas, y todo tipo de vendedores de artículos diversos. Llamaban la atención los muchachos que tenían serpientes amaestradas, los escupefuegos y comesables, y los prestidigitadores. Éstos eran capaces de transportar a largas distancias, ocultos entre los pliegues y bolsillos de sus túnicas, monedas y cubiletes, sables y cuchillos, conejos, pollos y pájaros vivos.

En las inmediaciones del río Nilo era frecuente contemplar caravanas que hacían a pie el itinerario. Las más humildes eran recuas de asnos y acémilas. Las había también a caballo y de camellos. Las familias de alcurnia llevaban a estos camellos adornados en sus flancos con abigarradas telas, plumas en sus cabezas, y palanquines dorados con cortinas sobre los lomos, donde iban las emperatrices.

Abundaban las escenas campesinas: Mujeres egipcias extrayendo agua con los cántaros y transportándolos sobre su cabeza en armónico equilibrio, sin ayuda de las manos, tan sólo con la frente y el cuerpo bien erguido. Asimismo, se sucedían los rebaños que acudían a abrevar por turno y los grupos de gente esperando pacientemente las barcazas para cruzar el río. En las poblaciones más industriosas se podían contemplar curtidores lavando y tiñendo pieles o ceramistas fabricando vasijas con el fango. Asimismo, había manufacturas de arroz, movidas por grandes norias de madera con engranajes metálicos, y hilaturas de algodón, movidas por caballos, y que se trenzaba manualmente por el trabajador de cada fábrica.

Las aldeas egipcias decimonónicas se acurrucaban bajo los palmerales. Las casuchas de adobe se apiñaban dando el aspecto de sombrías fortalezas. Muchas de ellas se deshacían con las fuertes lluvias, y se esparcían cenizas y escombros para secar el barro. A veces, como en el caso de los beduinos del Desierto, eran aduares móviles formados por tiendas de campaña en círculo. Estas poblaciones eran silenciosas y bucólicas. No había herreros, ni carreteros ni toneleros. Solamente los sonidos naturales de la vida campestre. El cantar del agricultor que extraía agua, los mugidos del ganado, el ladrido de los perros y el canto del muecín. Tenían, como otra de sus notas peculiares, la íntima convivencia entre hombres y animales. Éstos entraban y salían libremente de las puertas de las casas o circulaban por las calles, a su libre discreción: Búfalos, asnos, cabras, ovejas, pavos, gansos, perros y gatos, y aves mansas como las abubillas, escarbando en las basuras en busca de alimento. En lo alto de las casas se veían innumerables torres cuadradas donde están los palomares. Sólo el camello estaba siempre acompañado por el hombre.

Otra de las distracciones era la caza. En el río y sus inmediaciones se podía disparar a grajos y cuervos, mirlos acuáticos, tórtolas, halcones y águilas pescadoras. En las aplanadas islas había numerosos ánades, gansos y patos. Y, también, turistas invernantes más antiguos que los humanos, como cigüeñas, garzas, grullas y pelícanos. Tierra adentro, en las tierras cultivadas se cazaban codornices y urracas.

Y, en los lugares de transición al desierto, como era el caso de muchas excavaciones arqueológicas, zorros, hienas, chacales y lobos, que venían a capturar presas entre el ganado desde las montañas próximas. Lugares hoy visitados masivamente por los turistas como Gizeh, Memphis, Tebas o Luxor y Karnak, sólo eran objeto de visitas ocasionales de algunos cientos de extranjeros. Gran parte del tiempo sus ruinas estaban desiertas en medio de eriales o campos cultivados. Servían también de hábitat para murciélagos y aves diversas. Asimismo, eran frecuentadas como cazaderos por águilas, chacales y lobos. Acampar allí para pasar la noche exigía un buen fuego junto a la tienda de campaña, un vigilante con las armas preparadas o el cebo de alguna cría de ganado que distrajera la atención de los animales de rapiña. Los guías solían enterrarse en la arena en agujeros que cavaban a mano, para amortiguar el frío reinante, y se parecían entonces a las momias de sus antepasados.


El Alto Nilo, próximo a Assuán, era la única parte del trayecto que conservaba la vegetación ribereña, de bosques de mimosas y papiros. Mientras que en resto los campos cultivados llegaban prácticamente hasta la orilla.

La tarea de subir los sucesivos rápidos de las cataratas de Assuan, para poder acceder a la Nubia (actual Sudán), antes de la construcción de la Presa, era peligrosa y arriesgada. Decenas o cientos de fellahs tiraban con cables desde las orillas para remolcar hacia arriba las embarcaciones más pesadas. Otros escoltaban los flancos de la embarcación para que no chocase con escollos rocosos, o nadaban hasta los mismos y fijaban algún cable que ayudara a dirigirla entre estas turbulentas aguas. Solamente los naturales de la zona, que desde su niñez conocían íntimamente estos parajes, eran capaces de navegar sobre troncos de palmera, sirviéndose de las manos como remos, con los vestidos arrollados a la cabeza a manera de turbantes.

Una vez arriba, el viajero E.V. Gonzenbach, contemplando Egipto a sus pies, exclamó arrobado que “ni en las elevadas regiones alpinas, ni en el desierto es posible contemplar semejante espectáculo de la naturaleza”.

Tres lugares llamaban la atención del viajero en este fin de trayecto:

El primero era el Nilómetro. Se trataba de una edificación monumental, desde cuyas azoteas se anunciaba antiguamente por los faraones si el año iba a ser fértil o seco, próspero o de hambruna. Para ello, esta edificación continuaba varios pisos bajo tierra y se accedía a dicho subterráneo mediante escaleras labradas en la piedra. En ella había marcas de las aguas que indicaban las reservas de que se iban a disponer para las cosechas.

El segundo era el templo de Phile, construido durante las últimas dinastías de los faraones, era como un Partenón ateniense a la egipcia. Los faraones ptolomeicos se aliaron con artistas griegos para darle una magnífica ornamentación. Tallos y flores de loto finamente labradas trepaban por las columnas y los frisos los ocupaban serpientes enroscadas unas con otras, y representaciones gráficas de la vida, pasión y resurrección del Dios Osiris. Los techos estaban decorados por una tribu de buitres con corona y cetro, por ser el ave heráldica de los faraones. Este suntuoso santuario era único en su género, y posiblemente estuviera vinculado a procesiones y rogativas pidiendo lluvias y buenas cosechas para todo el país. Otra de sus singularidades es que, lejos de observar la uniformidad de la arquitectura de las pirámides, tuvo una escenografía barroca. Su sucedían caprichosamente, al gusto del artista, escalinatas, templos, capillas y galerías.

La tercera atracción era la ciudad de Assuán, frontera entre la Nubia negra y el Egipto blanco. En ella confluían las caravanas de mercaderes del centro de África, del Mar Rojo y las que bajaban el Nilo desde Alejandría procedentes de Europa. Su bazar era de los más famosos y concurridos de la época. Tenía un paisanaje multirracial: Italianos, griegos, turcos, coptos, judíos, egipcios, beduinos y negros. A través del mismo se exportaban los afrodisiacos, cuernos y pieles de hipopótamos, rinocerontes y panteras, las plumas de avestruces, las artesanías africanas de marfil y cuero, y la demandadas pieles disecadas de cocodrilos, que ya eran un bien de lujo por su escasez.

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