jueves, 9 de abril de 2009

PAISAJES MEDITERRANEOS DE IDA Y VUELTA (23). LUCES EN LA CIUDAD. LA MIRADA DE LA POESIA URBANA DE LUIS GARCIA MONTERO (GRANADA. 1958)

Este artículo es un homenaje al poeta Luis García Montero (Granada, 1958), de cuya maravillosa antología “Poesía urbana. ( 1980-2002)". Editorial Renacimiento, he extraído las frases e ideas más valiosas sobre cómo es realmente la luz de las ciudades mediterráneas contemporáneas, independientemente de lo que se siga diciendo por los mentideros del folklore y las guías turísticas.

Y, para ello, nada mejor que acompañarlo amaneciendo en el casco viejo de su Granada natal, allá por la década de los sesenta:

… En la ciudad antigua algún gallo superviviente de un corral vecino y, sobre todo, "los grillos y los pájaros, eran los nuncios del amanecer" de la naturaleza urbana. Las horas de levantarse las daban pausadamente las campanadas de las iglesias. "Se salía a la azotea y la luz se iba esparciendo lentamente, dorando primeramente las torres y veletas, los miradores, luego iluminaba con reflejos multicolores las ropas tendidas en los tejados, y, finalmente, se abría paso allá abajo, enverdeciendo jardines y alamedas. A lo lejos surgían los contornos de los campos, y los picos de la Sierra donde la nieve aguardaba."

Hoy día, el amanecer de una gran ciudad mediterránea es "una hora incierta, presentida". Para los miles de trabajadores que se desplazan desde su periferia comienza con el resplandor de la orla iluminada en el horizonte de su lugar de destino. Sigue con la ansiada presencia de esbeltas farolas a ambos lados de la autovía que le permiten conducir más seguro, y salir de la oscuridad. Y suele acontecer todo el tiempo con las ventanas cerradas de sus vehículos, mientras escuchan programas de Radio y las noticias de sus informativos.

Dentro de la ciudad las calles son campos oscuros, una vez apagado el alumbrado público, "donde parecen tiritar de frío los semáforos con tonos naranjas. Por ellas pasan, como raudas y rápidas brisas, taxis y aceleradas camionetas de reparto". Los quioscos de prensa y los bares de desayuno son las primeras tiendas que elevan sus cierres y se iluminan. El primer contacto con el prójimo se produce en el bar, donde los parroquianos suelen ser siempre los mismos. Y, bajo la atenta mirada de las luces de neón, los hombres beben sus copas de anís y de coñac, y sus cafés bien cargados, para ayudarse a levantar y soportar el relente, mientras las mujeres optan por el café con leche y la tostada.

En cualquier caso, "no sentimos que es verdaderamente de día hasta que se apagan todos los faros de los vehículos".

Los habitantes de los bloques de edificios despiertan a distinta velocidad. Las ventanas abiertas y con las luces encendidas indican la presencia de vida, frente a las persianas cerradas y las negras ventanas, que nos trasmiten que la paz del sueño aún reina en las habitaciones. En el hogar, dulce hogar, las campanas, los gallos y el canto de los pájaros han sido sustituidos por los despertadores eléctricos, o el súbito desencantamiento del sueño prpducido por el ruido de los grifos de las duchas y lavabos, la cascada de la cisterna del WC, el chirriante descorrer de alguna persiana, o el brusco cierre de una puerta que se clava en nuestros oídos.

Las horas de luz natural son las más auténticas de la ciudad mediterránea. El paisaje parece despojarse del imperio de la electricidad. Sin embargo es una sensación más efímera en invierno, con el nuevo horario europeo de ahorro de electricidad, y mucho más duradera desde finales de la primavera al inicio del otoño.

En la ciudad antigua el Sol se perdía lentamente por el horizonte. A los habitantes les embargaba cierta melancolía. Se percibía cómo se iba yendo la luz del día gradualmente "paseaban sombras negras en las frías cruces de las plazas , entre los ojos de los musgos de los tejados, entre las piedras que servían de ropajes cansados a muros y casas estrechas, y, sobre todo, las fuentes viejas recogían el reflejo de la luna."

Cada cinco o seis casas estaba la mirada ligera de un farol de gas, entre sombras espaciadas. La ciudad, tan dormida y callada antes de que adviniera el tráfico rodado, se sumía en un ambiente silencioso y misterioso. La tranquilidad de las calles se rompía súbitamente con el paso de una pareja de enamorados, o de algún borracho que llamaba al sereno, el guardián tradicional de la ciudad histórica, para que abriera la cancela de la que había olvidado la llave.

En la ciudad mediterránea contemporánea, en cuanto comienza a anochecer se produce "el masivo asalto de las luces de neón" sobre el paisaje urbano. "El alumbrado público transfigura su piel con un tono lechosos, amarillo o naranja mortecino". Sólo cuando hay luna llena ésta recupera algo de su protagonismo secular.

Las farolas iluminan intensamente las calzadas, que ganan protagonismo respecto a las aceras de los viandantes. Contemplada desde las alturas, la ciudad es un laberinto "de ríos de luces por donde navega la circulación rodada". Una gran mayoría de sus habitantes se monta entonces en el vehículo para volver a casa después de un agotador día laborable. La puesta del Sol en la naturaleza parece ser lo de menos. La atención "se concentra en los cruces, los CEDA EL PASO y los STOP, en las luces intermitentes y el rojo temblor de los frenos de los vehículos que van delante, y en el naranja, rojo y verde de los semáforos. Los conductores van como automatizados, con la querencia de los animales cansados, a sus madrigueras. A sus lados sólo ven inmensas filas de coches muertos. Sólo les interesan los alrededores cuando se acercan a su destino, y sus ojos vagan ansiosamente buscando aparcamiento".

Los que salen a pasear a la caída de a tarde prefieren calles comerciales intensamente iluminadas. En ellas "sucumben a la luz embrujadora de los escaparates", se alegran y distraen con el bullicio de la gente y tantas cosas que ver y que comprar. Sin embargo, su ilusión dura poco. A partir de las 9 de la noche las calles comerciales se convierten en los pasillos de una triste, silenciosa y bien guardada penitenciaria. El paseante camina entre rejas o persianas metálicas echadas a ambos lados. Algunas iluminadas y otras no, con sus lucecitas rojas de guardia, dispuestas a ulular ferozmente si sus celdas son profanadas por los amantes de lo ajeno.

El ciudadano busca entonces las calles y plazas donde hay una larga fila de bares abiertos. "Allí se almacena la luz y trepa como las hiedras por las paredes de los edificios de alrededor". Son un hervidero de gente que, con el buen clima, ocupa todas las aceras. Los coches en doble fila aguardan a sus dueños impacientemente con las luces intermitentes. "Las luces inmóviles y crueles de las hamburgueserías y cafeterías permiten que sus clientes se desfoguen de sus tormentos cotidianos" mientras comen, beben y charlan en alta voz, por encima del sonidos de los televisores y aparatos de música.

Para los más noctámbulos hay siempre algún recinto cerrado e insonorizado –una discoteca o un pub- donde vivir entonces alternativamente, a su aire, con la compañía de su tribu urbana y su música preferida (flamenco, jazz, rock&roll, salsa, hip-hop, rap, …). La noche se recrea allí en forma de paraíso artificial. El ambiente oscuro está mínimamente iluminado, focos multicolores e intermitentes giran caprichosamente sobre sus cabezas, siguiendo el ritmo de la música y los sumergen en un mundo que se sueña despierto.

En los espacios abiertos de la ciudad hay durante la madrugada un gran número de artefactos noctámbulos. Además del alumbrado público, nunca duermen los vetustos y nobles monumentos civiles y religiosos. Sobre todo, desde que las autoridades políticas y las fundaciones de las grandes compañías eléctricas los consideraron atractivos turísticos, y condenaron a sus piedras a la iluminación ornamental y el consecuente insomnio eterno. Tampoco duermen los cajeros automáticos, ni las cabinas telefónicas, ni las marquesinas de los autobuses, ni los expendedores de los servicios de bicicletas,…

De todos estos letreros luminosos los que ponen la nota de optimismo en los ciudadanos, son, sin duda, los publianuncios. Casi todos ellos nos invitan a vivir mejor y de otra manera. Y nos olvidamos de lo solitaria que están las calles de la gran urbe. Y nos imaginamos que nos ha tocado la lotería, veraneando en países exóticos, asistiendo al próximo estreno cinematográfico, que somos triunfantes deportistas de élite y consumimos yogures, que estamos en compañía de bellas actrices mientras se prueban tal lápiz de labio, o nos sentamos en la alcoba junto a guapos modelos que usan tal o cual perfume embriagador.

jueves, 19 de marzo de 2009

PAISAJES MEDITERRANEOS DE IDA Y VUELTA (22). EL TRANSPORTE MARITIMO EN LA CIUDAD DE VENECIA.

Varios grandes ríos italianos desembocan en la marisma de la región italiana del Véneto. Su aporte de arenas permitió habitar los islotes que allí se forman desde tiempos prehistóricos. Cazadores de aves marinas, pescadores y salineros levantaron aquí sus poblados de chozos de junco .

Durante la etapa de decadencia del imperio romano (siglo II y IV) estos islotes abandonaron su vocación rural y se transformaron en una ciudad, al amparo de la prosperidad de navieros y comerciantes que traficaban con el emergente imperio bizantino. Una ciudad que nació separada por canales, a través de los que penetraban mansamente las aguas del mar Adriático.

Tras diversas vicisitudes la capital de la ciudad de Venecia se estableció en la isla de Rialto. Se eligió un puerto separado del mar por una extensa laguna, protegido de súbitas invasiones por una barrera de islas, y donde podían anclar fácilmente los navíos.

Venecia, desde el siglo IX al XIX, será una de las pocas ciudades mediterráneas cienmilenarias, gracias a la formación de un imperio militar y comercial marítimo sobre gran parte del Mediterráneo oriental.

A la vez, los habitantes de Venecia construirán un paisaje urbano, más bien un paraíso urbano, asentado sobre el mar.Un medio físico árido y hostil rodea a la ciudad. Para pavimentar las calles, antes arenosas, fue necesario transportar bloques de piedras calizas desde la lejana Istria. Los bordes de las islas, los embarcaderos y los puentes se construyeron con maderas caras y nobles, que resistían bien la putrefacción de las aguas saladas, como alerces, cedros y abetos. Las casas, también de piedra, se construyeron con una refinada y lujosa arquitectura, dejando siempre una porción de tierra para plantar arboledas.

La urbanización fue perfeccionándose al cabo de los siglos. Los puentes de madera, que se incendiaban o cedían ante pesos excesivos, fueron sustituidos por bellas arcadas de bloques de piedra. En una ciudad con poco espacio disponible, las casas se apretujaban y se elevaban hasta las cuatro o cinco alturas, y los mismos puentes estaban cubiertos y sus soportales se llenaban con tiendas, como en Florencia.

Para moverse dentro de cada isla había asnos y mulos, o borricos y caballos. Sin embargo, para desplazarse a otra isla o al exterior, eran indispensables los transportes marítimos.

El pueblo llano tenía habitualmente un pequeño bote o una falucha, a veces de madera basta, y otras pintada con los alegres colores venecianos (celeste, rosa, verde, salmón,…). Estas embarcaciones adoptaban diversas formas y tamaños según su función. Las de los fruteros o panaderos tenían un vientre amplio y resguardado para llevar sus mercancías sin mojarlas. Las de los pescadores hacían sitio a las redes y el pescado. Otras, sencillamente, eran suficientemente grandes como para transportar a toda la familia.

Las clases acomodadas como navieros y comerciantes, que sustentaban el imperio marítimo veneciano, idearon para desplazarse una embarcación que ha pasado a la posteridad: La góndola. Tiene una forma coquetamente alargada y grácil y su fondo es plano, ideal para navegar en canales estrechos –que hacen de calles- y aguas someras. En la proa suele llevar una armadura de hierro, con formas muy originales, pero que tiene la función de servir de contrapeso al remero, situado de pie en la popa.

Su color ha sido casi siempre negro, aunque no está aclarada la causa de esta preferencia. Su interior se ha ido enriqueciendo con el paso de los siglos. Las pinturas renacentistas nos muestran asientos rústicos labrados en madera clara. Los pajes de la aristocracia eran los remeros y no llevaban aún los clásicos uniformes marineros.

Cuatro siglos después, los cuadros del pintor Canaletto nos retratan góndolas más estilizadas y elegantes, tanto en su interior como por fuera. Los remeros ya usaban en dicha época unos gorros de color rojo que los identificaba.

A lo largo del siglo XIX la góndola se convierte en atractivo turístico. La ciudad se llena de coquetos embarcaderos de madera. El gondolero se uniforma con el traje marinero. Una camisa blanca, un pantalón gris o azul y una gorra o sombrero negro. El interior de la góndola se amuebla excepto el asiento central se tapiza con terciopelo para comodidad de los viajeros, o se transforma en una cabina cubierta por un toldo o labrada en madera. La proa de las góndolas se remata con su artística armadura metálica.

Durante el siglo veinte, con la masificación del turismo, la góndola adopta un diseño más sofisticado gracias a las nuevas tecnologías, volviéndose más aerodinámica para transitar las aguas más velozmente y con menos esfuerzo.
El gondolero adopta el vestuario universal con el que se identifica al traje marinero, el chaleco o la camiseta de rayas celestes o rojas.

La omnipresencia de la góndola en el paisaje urbano de Venecia ha contribuido, hasta su masificación turística, a su fama de “ciudad para los enamorados”, ideal para la “luna de miel”.
Venecia era, al anochecer, una ciudad donde los ruidos se reducían a los roces humanos y el chasquido de las góndolas. Éste sólo era interrumpido por un alarido lúgubre y cadencioso, que usaban los gondoleros para avisarse al doblar las esquinas. Se podía contemplar entonces silenciosamente una ciudad casi solitaria y mágica. Su bella arquitectura palaciega reflejándose en el mar a la luz de la luna. Una arquitectura donde no se veía ninguna nueva construcción. A la vez se respiraba un aire puro, diáfano y limpio, con un cielo sin nubes en maridaje eterno con el azul intenso del mar. Para completar esta dicha, los enamorados encargaban serenatas a los balcones de las mujeres amadas. Reunían para ello un cortejo de góndolas iluminadas con farolillos de colores, donde iban los cantores y músicos.

Hasta la uniformación de los usos y costumbres que ha ido imponiéndose a finales del siglo veinte, el transporte marítimo veneciano tuvo sus embarcaciones originales que reproducían, con características propias, a las usadas para el transporte terrestre en cualquier ciudad europea.

Los novios iban a casarse a la Iglesia en una góndola con cojines y lazos de seda de color blanco, orlada con guirnaldas de flores blancas como azucenas y claveles. Los muertos se conducían al cementerio en soberbias góndolas decoradas con paños y crespones negros, a las que sucedían otras sólo cargadas de coronas de flores que los despedían de este mundo. Los médicos iban en embarcaciones blancas con el distintivo de la Cruz Roja, y los bomberos en embarcaciones de brillante color rojo, haciendo ulular sus sirenas.

Venecia ha tenido también sus embarcaciones peculiares para festejos y actividades deportivas y de ocio.

Hay fiestas que se remontan a ocho o diez siglos, durante las cuales las aguas de los canales de la ciudad se llenan de todo tipo de embarcaciones. La más típica y conocida es el carnaval, donde todo el mundo va con máscaras y vistosos disfraces, pero también hay otras. Así, para celebrar la derrota de los pueblos dálmatas y el dominio del mar vecino, es decir, el carácter secular de la República de Venecia como Reina del Adriático, se celebraban los “esponsales con el mar. El Dux (o Rey) de Venecia iba a la cabeza de un deslumbrante desfile marítimo hasta la Iglesia de la isla del Lido. El estampido de los cañones y el repiqueteo al unísono de todas las campanas indicaba el comienzo del desfile. El Dux se embarca en el “Bucetoro”, una descomunal y grandiosa embarcación dorada - de casi cien metros de largo por veinte de ancho-, que era considerada el “navío sagrado” de Venecia. Le seguían los diferentes grupos sociales con embarcaciones acordes a su rango. Otros barcos dorados, aunque de menor tamaño, trasladaban a la Corte y los embajadores. Refinadas góndolas portaban a las familias aristocráticas. Tras ellas venían los bajeles de las tropas marineras, que tocaban sus trompetas y tambores en estridentes fanfarrias. Y, finalmente, la comitiva se cerraba por multitud de barcazas, botes y chalupas más humildes, donde el pueblo llano iba vestido coloridamente. El acto central de esta celebración era el momento en que el Dux arrojaba su anillo nupcial al mar, a la manera de matrimonio renovado de la ciudad con el Adriático.

Asimismo, desde tiempo inmemorial se han venido celebrando concursos de regatas entre las dos grandes familias medievales rivales en la ciudad. Aquí el lugar de Capulettos y Montescos - de la Verona de Romeo y Julieta -, lo ocupan los Castellanos contra los Nicoletos. Para los venecianos, que vivían del mar, estas regatas constituía todo una prueba anual de pericia, fuerza y destreza, que los llenaba de orgullo o de verguenza. Los equipos adversarios se desafiaban en embarcaciones de todos los tipos y tamaños: Carreras de góndolas movidas de pie por un único remo, de piraguas, de canoas, e incluso de barcazas con más de cincuenta remeros cada una. En el podio se entregaban sendas banderas a los tres primeros en llegar, y un pequeño cerdito a los que entraban en cuarto lugar, que eran objeto de la mofa y risa del pueblo.

Otra fiesta original, que fue decayendo, fue la de los matrimonios de todas las parejas que se casaban anualmente en Venecia. Se celebraba en la misma iglesia de una Isla y en idéntico día, el de la Purificación. El cortejo era espectacular por la larga fila de góndolas adornadas de blanco y su comitiva de invitados y familiares. Sin embargo, entrañaba un acto de desagravio contra las tropas sarracenas que raptaron varias parejas en su día de bodas allá por el año 900.

Hoy día la góndola es, ante todo, un recurso turístico que genera sustanciosos ingresos a sus propietarios. Las embarcaciones a remo y a vela se emplean, sobre todo, para el turismo náutico y de ocio en las aguas de la bahía, pero han dejado de ser los vehículos utilitarios de transporte de personas y mercancías de antaño.

Las motos naúticas y lanchas fueraborda son los vehículos familiares del siglo XXI. No obstante, a veces, los jóvenes recurren a los patines náuticos y las tablas de windsurfing como medios alternativos para moverse libremente por la ciudad.

Para el transporte colectivo, tanto de la escasa población autóctona como de los miles de turistas, se emplean los “vaporettos”, y para los grandes desplazamientos a lo largo de la costa Mediterránea, los grandes protagonistas son los gigantescos “cruceros” de hasta siete y ocho pisos.




sábado, 14 de marzo de 2009

PAISAJES MEDITERRANEOS DE IDA Y VUELTA (21) CIUDADES Y PUEBLOS FORTALEZAS DE LAS ISLAS GRIEGAS.

Las tierras costeras del centenar de islas griegas habitadas, de las más de mil quinientas que existen, no han sido el paisaje idílico que ofrecen al actual turismo de cruceros.

Más bien han sido el escenario histórico de una milenaria oleada de invasiones, guerras y conquistas, de piratería y bandidaje, entre las grandes potencias del Este (Fenicia, Turquía,…), Sur (Imperio islámico, Argelia o Berbería,…) y Norte (España, Francia, Repúblicas italianas como Génova o Venecia) del Mediterráneo. La entrada imprevista de alguna flota en las costas de estas islas se saldaba en ocasiones con el exterminio de sus habitantes.

De ahí que las pequeñas poblaciones se dispusieran en ensenadas protegidas en las que era difícil y lenta la entrada de los buques. Pero, las grandes ciudades comerciales y militares de las islas mediterráneas, con puertos donde entraban y salían las grandes armadas navales y los galeones mercantiles, hubieron de recurrir a la ingeniería militar, aprovechando las ventajas naturales que ofrecía el relieve marino y terrestre.
Uno de los mejores y más antiguos ejemplos es el de la ciudadela de Rodas, quizás la que mejor se han conservado hasta nuestros días.Fue fundada en el siglo XI – por la orden de los Caballeros Hospitalarios - para proteger a los peregrinos de los Santos Lugares, que continuaron la labor de la Orden de los templarios (una vez que éstos desaparecieron en el año 1312). Durante cuatro siglos Rodas fue el principal bastión defensivo y ofensivo de las fuerzas aliadas cristianas frente al Islam. Desde aquí se organizaron alianzas y cruzadas contra los árabes y los turcos. Finalmente la fortaleza fue sitiada y conquistada por el emperador turco Solimán el Magnífico (año 1522). Los 650 caballeros supervivientes - junto con unos 6.000 habitantes- cedieron la ciudad ante un ejército de 100.000 hombres tras 6 meses de asedio. Los supervivientes se afincaron en la segunda gran ciudadela-fortaleza del Mediterráneo: La Valletta (Malta).

La ciudad de Rodas estuvo defendida en todo su perímetro por una triple muralla de varios metros de espesor y un entorno de relieve escarpado, que hacía difícil el movimiento de las tropas enemigas. Una treintena de torres resguardaban – de trecho en trecho – cada una de estas murallas. Por el frente marítimo había una estrecha embocadura para acceder a la dársena portuaria, escoltada por dos grandes torres que prolongaban la muralla de la ciudad, y cuyas aguas se cerraban con grandes cadenas de hierro, pare evitar la entrada de la flota enemiga
La ciudadela se dividía interiormente en barrios de las siete nacionalidades o lenguas de los órdenes militares: Francia, Provenza, Auvernia, Aragón, Castilla, Italia e Inglaterra. Cada una de ellas tenía su propia posada o mansión. La orden tenía a su máxima autoridad en el Gran Maestre. Los caballeros tenían voto de pobreza y castidad y llevaban escudero.

La isla de Malta, cuyo principal baluarte defensivo era su capital, La Valletta, la sustituyó en su papel de avanzadilla militar de las fuerzas cristianas en el Mediterráneo a partir del siglo XVI y hasta el siglo XIX. Su ciudadela militar fue diseñada por el Gran Maestre de la Orden de Malta, el francés Jean de La Valletta, que le dio nombre, tras resistir el asedio de Saladino en 1565. Es, quizás, el mejor modelo de ciudad fortificada y nobiliaria. En este caso el recinto fortificado se situó en un islote rodeado por las aguas de dos entrantes marinos, cuyas embocaduras podían cerrarse también por cadenas, y estaban escoltadas por grandes torres defensivas. Además, estaba rodeada por otras pequeñas islitas igualmente fortificadas al extremo, desde donde se asediaba lateralmente al invasor. En su interior había varios perímetros amurallados que aseguraban una prolongada resistencia militar.

Sin embargo, a diferencia de Rodas, fue una ciudad planificada con una trama urbana geométrica y racionalista. De hecho, fue la primera que se construyó en Europa siguiendo las pautas de un plano bosquejado previamente. Cada barrio – con estructuras simétricas- y cada calle se planificaron incluyendo sus necesidades de alcantarillado y drenaje de las aguas, y su iluminación mediante antorchas situadas en las esquinas, y siempre de la mano de una figura religiosa. Un santo custodiaba los límites de cada parroquia.

Sus edificios más representativos – siguiendo el ejemplo anterior de la ciudadela de Rodas – eran las “posadas” o “alberges”, donde residían los caballeros de las órdenes militares de distintas nacionalidades. Todos ellos eran miembros de las familias más nobles y ricas de Europa. Gracias a lo cual, se construyeron suntuosas mansiones. El Auvergne de Castilla, León y Portugal, una vez restaurado, es hoy la sede del Primer Ministro.

Otras ciudadelas famosas fueron levantadas entre los siglos XIV y XVII por la República de Venecia en su imperio marítimo. Dentro de estas ciudadelas estaban edificios singulares como el Palacio, la Iglesia, la armería, la cárcel y la lonja. Entre ellas destacan las de Corfú e Iraklión (Isla de Creta). En el primero de estos núcleos se eligió como emplazamiento un istmo avanzado sobre la bahía en que se asienta la población. Istmo que tenía dos empinadas prominencias, cuyas cimas fueron convertidas en fortalezas defensivas donde se podía refugiar la población en caso de peligro. Su invasión se veía dificultada por cuatro gruesas y redondeadas torres en cada una de las esquinas del islote, y otra en su sector central, más llano. Además, la seguridad quedaba reforzada oon un cinturón de tres murallas perimetrales dispuestas sucesivamente en las laderas más bajas, antes del comienzo de los dos empinados cerros testigos.

Una situación parecida a Corfú presentaba la fortaleza defensiva de Iráklion, capital de Creta. Una ciudadela amurallada construida en el siglo XII por los genoveses - y remodelada y ampliada por los venecianos-, se situó en un islote avanzado sobre la costa llana en que se asienta la ciudad, y la protegía de posibles invasores.

Una nueva modalidad de ciudadela defensiva fue la del islote defensivo que funcionaba, a la vez, como recinto de la ciudad habitada. Uno de sus ejemplos mejor conservados es el de la ciudad dálmata de Kórcula. Se asienta en un islote relativamente llano, aislado y rodeado por el mar.
El perímetro urbano está amurallado y el caserío constituye una segunda línea defensiva, ya que las casas están tan pegadas entre sí, que dificultan la entrada del enemigo, mientras que las calles principales se disponen como anillos paralelos a la muralla marítima.

Otro ejemplo fue el del islote defensivo con un relieve muy empinado. La ciudadela defensiva se dispone en la cima, dentro de un recinto amurallado. Las casas de la población se desparraman por las laderas y, en caso de peligro, sus habitantes suben corriendo y se encierran en la fortaleza

Un último ejemplo es el de Skiros. Su ciudadela defensiva y la iglesia consagrada al patrón local –San Jorge- se ubican en el punto más alto del territorio, con forma de cerro de paredes acantiladas, mientras que las pequeñas casas blancas se desparraman por las laderas de pendientes menos pronunciadas, presentado un cierto paralelismo a los castillos españoles.

miércoles, 11 de marzo de 2009

PAISAJES MEDITERRANEOS DE IDA Y VUELTA (20) USOS Y APROVECHAMIENTOS NATURALES Y RURALES DE LAS PEQUEÑAS ISLAS.

Las islas mediterráneas son, en general, de pequeños o diminutos tamaños y más continentales que oceánicas, ya que no suelen estar muy alejadas de Europa, África o Asia.
Pero, la influencia benigna del mar hace que tengan un clima suave, con más de trescientos días de sol, y un alto grado de humedad salina. A ello se une su tradicional aislamiento, a veces secular, y la necesidad de de supervivencia de sus habitantes como freno a la emigración.
Todo ello ha hecho que muchas islas mediterráneas se hayan especializado históricamente en producciones originales que aprovechan los recursos del medio natural y rural.
El habitante insular tuvo que hacer frente históricamente a la presencia de un relieve empinado o montañoso, que limita los aprovechamientos del medio, ya que aparejaba la escasez de suelo fértil y terrazgo cultivable. Éste suele circunscribirse a estrechas planicies litorales y a los fondos de los reducidos valles entre montañas. De manera que sólo un cuarto, o a lo sumo, un tercio del terreno es cultivable.
En el peor de los casos hay numerosas y pequeñas islas con un yermo caparazón mineral. Aparentemente no permite casi ningún rastro de vida. Sin embargo, algunas han estado habitadas en tiempos pretéritos. Fueron islas cisternas para avituallamiento de la piratería; o dispusieron de ricos yacimientos de oro (Sihnos y Thasos, Grecia) o explotaron sus canteras de mármol (Paros y Delos, Grecia), o de rocas areniscas y calizas, hoy casi todas agotadas.

También hay islas que han sobresalido por la presencia de aguas minero-medicinales. Nissyros (Dodecaneso, Grecia)es de origen volcánico y suelos estériles, pero tiene unas aguas que son un remedio milagroso para afecciones óseas y dérmicas. Edipsos (Mar Egeo, Grecia) es famosa desde la antigüedad por las aguas curativas. Las termas naturales que visitaban los más renombrados emperadores romanos han sido sustituidas por los spas que siguen beneficiándose de sus misteriosas propiedades.
Hay también islas deshabitadas por el hombre pero no por los animales. Éstos aprovechan la presencia de masas más o menos densas de matorral mediterráneo, y tienen aquí un paraíso ideal para vivir y reproducirse sin molestias.
Arpia y Stamfani (Grecia) tienen costas rocosas y sin playas arenosas. Gracias a que no poseen atractivo para el turismo masivo, su rica vegetación acoge cada año más de mil aves migratorias que allí hacen escala. Zannone (Mar Tirreno, Italia), desierta durante siglos, se ha transformado en un paraíso para aves como grullas o cigüeñas negras y los muflones –antecedentes de las ovejas domésticas – que sólo se encuentran también en las altas cumbres de grandes islas como Córcega y Chipre. Otras especies tuvieron una corta vida, como sucedió a ciervos y cabras monteses, introducidas por los caballeros cruzados para ejercitarse en el arte de la caza, y hoy casi desaparecidas. Asimismo, hay montones de pequeñas islitas donde sólo habitan conejos y palomas salvajes.
La ausencia de turistas y la presencia de aguas tranquilas, claras y transparentes, ha convertido a Kimolos (Grecia) en refugio de colonias marinas amenazadas como delfines, tortugas o focas. Aquí hay una colonia de medio centenar de focas monje, especie en riesgo de extinción. Vuelven todos los años para tener sus crías. Su hábitat preferido son las cuevas que hay a lo largo de la costa. De su bienestar se ocupan los biólogos de la Sociedad Helénica para su Estudio y Protección-

Las islas remotas y con suelo fértil albergan, en ocasiones, tesoros de la botánica mediterránea.
Éstos han sido aprovechados por sus habitantes para usos diversos (recolección de especies aromáticas, alimentarias y medicinales; caza, leña y madera,…). Djerba (Norte de Túnez) se dedicó desde la antigüedad a explotar comercialmente su abundancia de hierbas aromáticas. Sus habitantes fueron los primeros especieros de África. Toda la isla fue un vivero de especias que se exportaron al resto de países. Comino (Malta)tomó su nombre por la abundancia de esta especia.
También hay islas que se han convertido en destinos preferidos por el turismo natural:
Las Zimbres, al norte de Argelia, son un tesoro del matorral noble, maquis o Garriga mediterránea: algarrobos enanos, lentiscos, ajenjos y tomillos sirven de refugio a un increíble número de cabras, conejos, ratas y culebras. Spetses (Grecia) destaca por su magnífica flora entre las que sobresalen los bosques de pinares y los campos de adelfas. Y Kórcula (Dalmacia), por la presencia de abundantes pinedas contiguas a sus arenosas playas, donde se produce el milagro de poder bañarse oliendo a resina verde y escuchando el concierto de las cigarras, como en pleno campo. Placer que se ha perdido en casi todas las playas mediterráneas con su masiva invasión turística.
Algunas islas están todavía cubiertas por la vegetación natural mediterránea, y son casi únicas en su género.En Gavdos (Grecia) se ha conservado intacto el bosque de sabinares costeros, natural de las dunas y playas arenosas, que hoy día está declarado espacio protegido, a diferencia de lo que ha sucedido en otras tantas costas mediterráneas.

El caso más raro es Sigir, en Lesbos (Egeo,Grecia). Conserva los restos de un bosque petrificado. Las erupciones volcánicas, que tuvieron lugar cubrieron con un manto de lava y cenizas la madera de los antiguos árboles, convirtiéndola en roca.
La vegetación natural de las islas mediterráneas destaca por la presencia de familias únicas en su género, auténticos tesoros vegetales. El aislamiento secular ha hecho que hayan surgidos estas familias propias de árboles mediterráneos. Además, el pequeño territorio de las islas hace que se haya producido una frecuente hibridación entre árboles que forman familias diferenciadas en el continente como encinas, alcornoques, robles, y pinos, cedros o abetos.
Destacan al respecto las grandes islas. Sicilia, por su gran tamaño, acoge árboles endémicos como el Abies nebrodensis y almeces únicos en su género. En Creta, hay un cedro y un roble propios de la isla, el Cedrus brevifolia y Quercus alnifolia.
Los abetos han creado familias propias en algunas islas mediterráneas como el pinabete, o abeto blanco o meridional de las islas griegas, o el pino negro de las islas dalmáticas. También han surgido parientes singulares de la encina o el alcornoque como la encina eubea de la isla griega de dicho nombre o la verde, propia de las islas de Dodecaneso griego. Incluso, la misma diversidad se da en el sotobosque con especies propias como el madroño griego.

Algunas islas próximas al Continente africano conservan una flora única en Europa, pues mantienen características norteafricanas, que datan de tiempos prehistóricos (Karpazzos, al Sur de Rodas, etc).

Una cualidad del bosque de estas islas es que se han conservado árboles centenarios de gran porte en parajes recónditos y de difícil acceso. Son aquellos lugares donde no han llegado las cabras y los leñadores. Las islas mediterráneas fueron las que abastecieron de madera (de cedro, de roble,…) a las armadas fenicias y griegas, cartaginesas y romanas, otómanas y venecianas. En consecuencia, las laderas bajas y medias de los montes tienen pocos árboles, y son el dominio de un denso matorral mediterráneo.
Las originalidades productivas de las islas mediterráneas se extienden también a otros ramos agrarios como la agricultura, la ganadería o la pesca.
En general, han sido proveedoras de aceites y vinos al Continente, a cambio de granos y cereales. Viñedos y olivos se adaptan particularmente bien a sus terrenos con pendientes más o menos fuertes, y bien soleados.

Creta y Paxos (Grecia) tienen plantaciones masivas de olivos, alcanzan tres y un millón de árboles, respectivamente. El caso de ésta última llama la atención ya que sólo tiene 48 km2, y ha llegado a poseer 150 almazaras dispersas por todo su territorio. Los venecianos fueron quienes fomentaron la plantación de olivos, cuando muchas de estas islas formaban parte de su imperio marítimo, para asegurarse el suministro de aceite entre los siglos XIV y XVII, hasta el punto de que proporcionaban los plantones y permitían pagar los tributos anuales en el oro líquido.

Los viñedos ocupan, junto con el olivo, los mejores terrenos de secano. Hay numerosas islas que elaboran vinos de autor, como los vino malvasía, el vino dulce de Creta o el Moscatel de Samos. Hay vinos con sabores originales, como los que se aromatizan con resina de pinos. Incluso, existe cierta tradición de elaboración artesanal de vinos y aceites en los conventos de monjes que aún se mantiene en algunas islas griegas, con fama de gran calidad.
Junto a ello, hay licores originales de las Islas Griegas que han venido abasteciendo al Continente. Destaca el ouzos, original de Lesbos. Se trata de una bebida refrescante elaborada con uvas maduradas y anís, y especias como hinojo, lentisco y resina de pino. Tiene un fuerte sabor dulce y un característico aroma a regaliz.
Otra isla, Pyrgi, a 24 kilómetros de Kíos, ha sido el centro de la producción de alfónsigos, una resina utilizada para la fabricación de la goma de mascar.

En el campo de la ganadería las especies más ubícuas han sido cabras y ovejas. De ellas se han obtenido, además de leche, exquisitos quesos y yogures, ya que son rebaños alimentados de forma natural. Las ovejas aprovechan las hierbas secas y restos de cosechas, mientras que la cabra trepa por cualquier roca o árbol, y es capaz de consumir tanto los brotes tiernos como las hojas más duras y espinosas.
Rumedia (Argelia) fue el centro de cría y domesticación de camellos del Sáhara. Sus camellos eran los más demandados por las gentes de alcurnia para sus caravanas, por su urbanidad increíble y encantadora.
Tinos (Grecia) contrarrestó la pobreza de sus producciones con la cría de palomas. A pesar e su pequeño tamaño alberga un paisaje salpicado por 800 palomares.

Skiros (Grecia) ha sido el hogar de una simpática raza de caballos, que no tienen parentesco con los famosos pony, pero que son igualmente enternecedores y pequeños.
Las pesquerías de las islas griegas han sido hasta hace poco, junto al comercio, una de las principales fuentes de riqueza de las poblaciones ribereñas. Cada mañana era habitual ver partir los luzzu —barcos tradicionales de pesca—guiados por los ojos de Osiris —uno a cada lado de la colorida embarcación como marca la tradición—. Era una manera de ahuyentar el mal de ojo, decían los marineros. Su viejo cascarón de madera se despereza sobre las cristalinas aguas en busca de la abundante pesca que habita sus costas. Hay una gran variedad de especies (sardinas, pulpos, atunes,…), aunque ninguna excesivamente abundante. Es frecuente que determinadas islas se dediquen a unas capturas y no a otras, para no competir entre sí. Gallite (Argelia) es famosa por la pesca de la langosta y sus habitantes son de origen napolitano.
Además de la pesca hay otras producciones marinas singulares.
La isla de Ruad (Siria) y, sobre todo, Kalymnos (Dodecaneso, Grecia) han sido conocidas por la recolección de esponjas. No solo se extraían en aguas del Mar Egeo, sino también en las costas de Túnez, Libia, Egipto, Siria y el Líbano. Ha sido el único lugar del Mediterráneo que ha mantenido una flota de barcos dedicados a su pesca –en sus momentos de esplendor eran más de 600 embarcaciones- y, de hecho, la escuela nacional de buceo se halla allí ubicada.
Las esponjas son unos animales acuáticos que viven fijados al fondo del océano. Su superficie tiene miles de poros que constantemente absorben enormes volúmenes de agua, de la que extraen las bacterias que constituyen su alimento. Ningún material hecho por el hombre puede compararse a las esponjas naturales para uso cosmético, para el baño, la pintura o el uso ornamental. Su manufactura artesanal era muy trabajosa. Las esponjas son de color negro y tienen un aspecto poco atractivo. En cuanto se las sube son vigorosamente pisadas para romper y desprender los tejidos internos. Entonces se lavan y se sumergen en el mar durante dos horas, y se pisan y golpean con ramas de palma para eliminar cualquier cuerpo extraño. Durante la noche, se sumergen en el mar nuevamente dentro de una red hasta que sólo quedan las fibras del esqueleto. Después las esponjas se ponen a secar, se prensan y pasan al taller donde se recortan para ajustarlas a los tamaños requeridos. Finalmente, se las sumerge en una solución de agua y ácido clorhídrico que les confiere su famoso tono dorado. Si se desea un tono más claro se las sumerge en permanganato potásico.
Desde mediados del siglo XX esta actividad ha caído bruscamente. Las esponjas sintéticas tienen un precio mucho más bajo, aunque siguen siendo demandadas por los consumidores que prefieren lo natural a lo sintético. Además son muy populares entre los turistas que visitan Grecia, ya sea como regalos o como recuerdos.
La pesca de esponjas se realizaba en pequeños barcos desde donde se enviaba un buzo al mar. Iba normalmente desnudo y llevaba entre sus manos una gran piedra plana. Una vez en el fondo, soltaba la piedra y recogía las esponjas en una red. En el año 1869 los habitantes de Kalymnos inventaron el primitivo traje de buzo, conocido como "skafandro". Dicho traje era de caucho con cuello de bronce al que se fijaba un pesado casco provisto de mirillas de cristal, así como de una válvula que regulaba el suministro de aire, el cual provenía de una bomba instalada en el barco. Barco y buzo estaban unidos por una manguera. Más tarde el pesado traje de buzo fue reemplazado por el traje ligero hecho de neopreno y nylon, al igual que los buceadores deportivos y los recogedores de esponjas pueden moverse libremente mientras respiran aire filtrado proveniente de un compresor instalado en el barco.
En los viejos tiempos, la flota de pescadores de esponjas abandonaban anualmente Kalymnos en Pascua y no volvían hasta el otoño. El ritmo de vida giraba alrededor de la partida y el retorno de la flota. Ésta era despedida por todos los habitantes y los sacerdotes practicaban diversos ritos con agua bendita encaminados a desear un buen viaje a los hombres. La despedida culminaba con una "cena de amor" que acababa con la tradicional "danza de los pescadores de esponjas".
El temido retorno de los barcos en otoño era anunciado por el tañido de todas las campanas. Cada año, la mitad de los buzos que salían a la mar no volvían. Se contabilizaron alrededor de 10.000 muertes y 20.000 casos de parálisis entre los pescadores de esponjas en un siglo. Quizás debido al gran número de víctimas existe la tradición de que casi cada familia de Kalymnos cuenta por lo menos con un miembro que ha estudiado medicina.


Junto a la esponja se han extraído coral rojo, nácar y murex.

El coral rojo se encuentra en el Mediterráneo occidental y en el Adriático. Destacan las formaciones coralinas de la montaña submarina de Eratósthenes (Chipre), el arrecife del mar Jónico y el del delta del Nilo. Hay más de 200 especies de corales en el Mediterráneo, de las 500 europeas y 5.000 del Mundo. Vive en colonias en forma de árbol con ramas irregulares, sobre grietas y agujeros con poca luz y a grandes profundidades (hasta más allá de los 100 metros, donde están los más demandados por sus gruesas ramas).

Los coraleros se arriesgan mucho para encontrarlo efectuando prolongadas inmersiones. Y es que su esqueleto vítreo es muy fácil de trabajar, por lo que es muy apreciado en joyería. Además, los musulmanes lo consideraban una piedra de la buena suerte y era un mobiliario habitual de los mausoleos funerarios más lujosos.

Explotado desde la antigüedad, el coral mediterráneo es una especie en extinción, ya que en las dos últimas décadas sus poblaciones y su recolección se han reducido alarmantemente. La explotación excesiva, los efectos de la pesca de arrastre y el cambio climático, parecen estar detrás de esta fuerte decadencia. Y ello a pesar de que es un tesoro natural tanto por la belleza de sus formaciones como por ser un apreciado bien paleontológico. Los corales formadores de arrecifes datan de hace 60 millones de años, por lo que las especies que han sobrevivido albergan fósiles que permiten conocer la historia de este mar desde tiempos remotos.

Igualmente se ha extraído el nácar de la concha de dos moluscos marinos que se agarran con sus filamentos a los fondos arenosos (nacra común) o a las grietas de las rocas (nacra de púas gruesas). El nácar es una sustancia que segregan y con la que se recubren para defenderse de posibles predadores.

Su extracción era tradicional en las islas del Dodecaneso (Grecia), Sicilia y Chipre. El nácar ha tenido usos muy diversos. Era empleado para joyas y amuletos en el Imperio Romano, y con sus filamentos se hacían prendas finas y resistentes de tonos dorados. Los musulmanes lo trabajaron mediante incrustaciones para la decoración de las paredes de madera de sus palacios, mansiones y mausoleos. Incluso se utilizó para confeccionar botones, ceniceros, peines y peinetas. Al igual que ocurre con el coral, sus poblaciones están muy diezmadas por la contaminación marina, la pesca de arrastre a menos de 50 metros y la recolección de ejemplares como objetos de adorno o recuerdo por parte de algunos buceadores.

Por último, el murex se ha extraído en el golfo de Tarento y el actual Líbano –antigua Fenicia, al ser usado como materia prima para la preparación de la púrpura. La industria de la púrpura existe desde antes del año 1000 A.C. Las ciudades fenicias producían entonces las mejores telas de lana y seda teñida con púrpura, pues el color era consistente e indeleble.

El tinte proviene de una glándula de dos moluscos o caracoles marinos: el Murex brandaris (o cañadilla) y el Murex trunculus (o busano). Dado que el tinte del primero es más oscuro, se solía mezclar con el del segundo para obtener el color deseado. De cada glándula se extraía muy poca cantidad de un líquido amarillento que se oscurecía en contacto con el aire. Se necesitaban las glándulas de unos 60.000 moluscos para obtener una libra de tinte, por lo que su precio era exorbitante. El tinte se hervía durante dos semanas en cacerolas de estaño o plomo, pues las de hierro lo desteñian. Hubo un tiempo en que todos los patricios de Roma lucían en su toga una banda de tela teñida con púrpura, pero al poco este privilegio pasó a ser exclusivo de los senadores y, por último, solo el emperador podía lucir este color. De ahí que se le llame púrpura real.
La industria del teñido de púrpura subsistió hasta el año 1000, pero se perdió por el increíble coste que representaba. Los tintes a base de anilinas, más baratos e indelebles, aseguran que esta industria jamás volverá a resurgir.

viernes, 27 de febrero de 2009

PAISAJES MEDITERRANEOS DE IDA Y VUELTA (19). LAS TIERRAS ALTAS DE LAS GRANDES ISLAS –CÓRCEGA, CERDEÑA Y CRETA-.

Los turistas que se embarcan en un crucero por el Mar Mediterráneo en el siglo XXI tienen la sensación de recorrer un mar tranquilo, donde abundan las islas con costas paradisíacas e idílicas y un paisanaje hospitalario, dócil y servicial.

Pero esto no siempre fue así. La novela de Nikos Kazantzaki ambientada en las tierras altas de la isla de Creta “Libertad o Muerte. Año 1911”, el relato del literato francés Gustave Flaubert “Viaje a Córcega. 1850” y el libro de viajes del novelista británico “Cerdeña y el Mar. 1922”, nos ofrecen una visión alternativa del paisaje de los territorios más recónditos de estas tres grandes islas mediterráneas, que hoy resulta difícil de imaginar.

Hasta el primer tercio del siglo veinte, internarse desde la costa al interior de estas grandes islas mediterráneas era un asunto complicado y peligroso. Los caminos eran un verdadero laberinto. Tenían la forma de sinuosas e interminables serpientes que trepaban por las laderas de los montes, dando vueltas y vueltas, con escalofriantes barrancos en las márgenes. Los ríos bajaban formando afiladas y profundas hoces y desfiladeros desde las cumbres situadas en torno a los dos mil metros, con nieves en invierno, a sólo cuarenta o cincuenta kilómetros.
Llegar al centro de una de estas islas podía llevar una o dos jornadas de viaje. Y éstas discurrían a través de un paisaje silencioso, solitario y sombrío. Entre un pueblo y otro podía haber horas de viaje, en las que podía no verse ni una casa ni un alma humana.

El paisaje vegetal era, no obstante, de una increíble belleza. Pero desanimaba que tras el puerto de un monte llegara un nuevo valle y tras un cerro, otro semejante. Sólo desde las más altas cimas se apreciaba el sorprendente mosaico vegetal de estas islas:

“Desde las cimas, cada ladera o valle aparece cubierto con colores de matices diversos, a través de los que podemos deducir qué vegetación los cubre” (Flaubert. G)
La vegetación va cambiando según vamos ganando altitud. Los pisos bajos de la montaña son más cálidos y soleados. Están cubiertos por el matorral mediterráneo. Matorral de plantas aromáticas como las jaras, brezos, tomillos, madroños, acebuches o coscojas, conocido como Maquis o Garriga.En estas islas se conservaba tan intacto que podía llegar a una altura de uno o dos metros y a una espesura de la maleza que recordaba a la selva africana.
En los parajes con suelos más profundos y menos alterados por el hombre (antiguos cultivos, carboneo y leña,…) aparecían los bosques de robles y alcornoques. DH Lawrence se maravilló de este último árbol, de su color café y su atrevida, roja y cambiante desnudez cuando se descorchaba. Junto a ellos aparecen sombrías pinedas. A Gustave Flaubert le embriagaba su perfumado olor a madera verde.
En los pisos más altos, y de ambientes más frescos y húmedos, aparecían castañares, pinos laricios y hayas, en las zonas más umbrías de los valles. De nuevo Gustave alaba los castañares, con su sotobosque de musgos y la sorprendente caída de sus frutos de trecho en trecho. Asimismo, todavía se pueden encontrar maravillosos bosques de pino laricio, donde algunos ejemplares pueden llegar a los 800 años de edad, y hayedos que te trasladan a montes célticos y pirineaicos.
Esta sensación, la de encontrarnos en algún rincón remoto de regiones atlánticas de raigambres célticas (Bretaña, Cornualles,…) es la que embargaba inicialmente a viajeros ingleses y franceses. Sus bosques tan bien conservados, sus parameras, sus malezas, el aire perfumado y silvestre, las extensas soledades donde reina la naturaleza.
Pero, al fin y al cabo, lo que más les sedujo fue el paisanaje, el habitante de las tierras altas de estas grandes islas, sin que ello fuera en detrimento de sus bellezas naturales.


El montañés de las tierras altas de las grandes islas tuvo unos rasgos físicos peculiares, que lo diferenciaban de otros habitantes del Mediterráneo.
El primero de ellos era su fuerte y robusta constitución física, producto de su continua vida al aire libre, transitando por un monte con fuertes pendientes, y dedicado a oficios duros y que exigían gran resistencia física como el pastoreo, el carboneo o la caza:
“Una camisa con mangas anchas dejaba ver sus enormes brazos, secos y nudosos, como ramas de olivo. Su altura era descomunal. Cercana a los dos metros (Kazantzaki, N).
Las mujeres no le iban a la zaga, pero destacaban, sobre todo, por otros atributos:
“Son mujeres altas, recias y de caderas anchas, con pechos grandísimos” (Lawrence, DH)

El siguiente rasgo que llamaba la atención era su abundante pelaje. Parecía como si se hubieran contagiado de la convivencia con caballos de áspero pelaje, cabras de larguísimas barbas blancas y negras, y ovejas de tupida lana:

Era un tipo apuesto. Pero al abrirse el chaquetón y desbrocharse la camisa, parecía que llevase una camiseta negra. Entonces me dí cuenta de que era su propio vello. Negrísimo e hirsuto como el de una cabra negra” (Lawrence. DH)

Sus cejas eran espesas. Su barba se extendía por todo el pecho. Tenía tantos kilos de cabelleras, bigotes y pelos que diez peluqueros a un tiempo no habrían llegado a librarles de ellos” (Kazantzaki, N).

Una tercera cualidad era el fuerte olor animal de los pastores:
Llevaba dos quesos en las alforjas y un carnero degollado al hombro. Todo él olía a saliva y chivo” (Kazantzaki, N).
“Olían a lana, a cabra y a hombre, con un hedor que llegaba desde lejos” (Lawrence, DH)


La eterna compañía de estos hombres eran las armas, más rústicas o perfeccionadas, en cuyo manejo se les instruía desde la más tierna infancia, pues era su modo de vida y su principal recurso de supervivencia:

“Los montañeses suelen llevar un arco y dos bastones. Uno es derecho y sirve para caminar. El otro es nudoso y retorcido, y lo empuñan cuando se ven en dificultades” (Kazantzaki, N).
“Como los tejones o los hurones, están siempre alertas y nunca dejan sus defensas lejos de sus manos” (Lawrence, DH)
“Siempre viajan armados, con el puñal sujeto al pantalón, en el bolsillo de la chaqueta, o deslizado bajo la manga”(Flaubert, G)
Su manera de hablar y expresarse estaba fuera de lo normal y llegó a asustar a los viajeros civilizados:

Emiten unos alaridos rarísimos, antinaturales, muy agudos, impronunciables para un ser humano corriente, con los que diseminan sus ovejas o espantan a las vacas. Es la señal acústica más extraña que he oído nunca” (Lawrence, DH)
“Excitan a sus caballos con gritos innobles, que más bien parece que están moliendo a un hombre a palos” (Flaubert, G)
Algunos de estos viajeros se atrevieron a resumir la psicología propia de los habitantes de las tierras altas insulares del Mediterráneo:

Cientos de años de persecuciones, asedios, batallas y hambres, y el peligro de la piratería o la plaga de la malaria (tan comunes en las tierras bajas), los han llevado a refugiarse en las zonas más altas e inaccesibles de estas islas. Su modo de vida aislado en pequeños pueblos muy distantes entre sí, su prolongada soledad en los montes guardando el ganado, han forjado un carácter duro y curtido” (Kazantzaki, N).
“Los corsos son hombres de impulsos puros y pasiones ardientes. Nada hay tan desafiante como la mirada de un corso. Desde que te divisa a lo lejos se fija sobre ti su mirada de halcón, te aborda con precaución y te escruta por entero. Si tu aspecto le agrada te tratará de igual a igual, y será franco y leal contigo hasta la muerte” (Flaubert, G)
“El sardo es abierto, viril y directo. Rebosa una áspera vitalidad. Mira a los objetos con desconfianza, los olisquea con curiosidad. Se semeja a un perro asilvestrado, pues también es capaz de obedecer y mostrar afectos” (Lawrence, DH)
Hasta la actualidad han conservado ciertas fiestas populares medievales muy originales.

Algunas están relacionadas con la habilidad a caballo. Así, en una un grupo de jinetes enmascarados deben ensartar al galope una estrella de hierro, introduciendo sus espadas en un pequeño orificio. En otra, los jinetes han de dar cinco vueltas en torno a la fortaleza de un empinado santuario, compitiendo las banderas que representan al cristianismo y a los turcos. Siempre ganan los primeros, que antes son bendecidos por el sacerdote y otras autoridades.

Otras tienen que ver con el mundo del toro. En estas islas hay pueblos que lidian becerros traídos en barco desde España, usando una de sus plazas como coso improvisado.
Hubo otros juegos más sensuales, casi paganos, relacionados con el ganado doméstico y las mujeres:
Los pastores se distraen con el ganado, dando gritos salvajes a los animales que se desmandan, danzando al son de una flauta o tamboril que ellos mismos se fabrican. Incluso, cuando machos cabríos y carneros se ponen en juegos amorosos con las hembras en celo, los pastores se desnudan y se ponen a su alrededor, dándoles gritos cariñosos y de ánimo” (Kazantzaki, N).
“Durante el carnaval se forman numerosas parejas de jóvenes que van disfrazados y cogidos de la mano. Pero son todos hombres, que se rellenan el interior del vestido para dar turgencia al busto y caminan a pasitos cortos, con mucho miramiento, como muñequitas. Y cuando pasan al lado de verdaderas mujeres las aturrullan con gritos salvajes y obscenos, acabando frecuentemente estas chanzas en golpes y refriegas” (Lawrence, DH)
Y otras con su carácter guerrero y pendenciero:
Las salvajes pasiones de estos hombres se expresan en el baile del carnicero. En él se utilizan toda clase de cuchillos, incluso grandes alfanjes, que entrechocan hasta que saltan chispas. A la vez, se desafían con rugidos y gruñidos que hacen pensar que su enemistad no es fingida” (Flaubert, G)

El vestido tradicional de sardos o corsos permaneció alejado de la ola homogeneizadora de la moda europea occidental durante siglos. Comunicaba el origen de su percha, las características de cada pueblo, la extracción social y el estado civil de su propietario.

Cada vestido era una pieza con unas peculiaridades, colores y formas que seguían reglas comunes en el dibujo y se diferenciaban en los detalles: vestidos para hombres y para mujeres, para las fiestas y para todos los días, para los ricos y para los pobres, para los pastores y para los pescadores, para las mujeres casadas, para las solteras y para las viudas.
El traje de luto de las mujeres, por cierto, era azul, y no fue sustituyéndose por el negro hasta bien entrado el siglo veinte. Las féminas solían llevar bajo las faldas sietes enaguas, de distintos tamaños y colores, cuyos bordes formaban bellas listas multicolores por encima de sus tobillos.
Los cinturones de los hombres eran otra de las prendas de vestir más elaboradas y curiosas. No servían para sujetar la ropa, para lo que estaban los botones. Eran el lugar donde se llevaba el puñal o la pistola, la munición, o las agujas e hilos con que se arreglaban gorros, vestidos o zapatos si se les estropeaban en pleno monte. La otra prenda masculina más sorprendente eran sus anchos y extensos copetones o “cubre jefes”. Estaban hechos de pelo de cabra recubierto con lana de oveja, y los usaban todo el año para caminar con cualquier inclemencia meteorológica, o dormir al raso bajo la “buena estrella”.
Otra prenda muy original eran las gorras, sombreros o turbantes. Algunas poblaciones usaban la clásica “barreta” y otras el gorro frigio, puntiagudo e incómodo. Otras empleaban el sombrero de paja o el de ala ancha. También existían lugares en que hombres y mujeres se cubrían con pañuelos que les cubrían la cabeza y cabellera, dejando sólo los ojos al aire libre, de modo parecido a los creyentes musulmanes.
Con todo, lo más sobresaliente fue la amplísima gama de formas y colores de su indumentaria. Los hombres tenían trajes de domingo completamente blancos, dorados o marrones, blanquinegros,…
Las mujeres usaban prácticamente casi toda la gama cromática combinándola de forma atrevida en sus vestidos: negros, marrones, morados de diversas tonalidades, azules, rojos, naranjas, verdes de muchos matices. Se podían usar colores planos, o combinarlo en listas o rayas o mediante decoraciones geométricas y florales.
Las mujeres estaban siempre tejiendo en casa cuando tenían algún tiempo de ocio en sus faenas diarias. De hecho, la dote matrimonial más común era una rueca de hilar.
De las proximidades se obtenían pieles que se curtían, lanas que se esquilaban a las ovejas, o el pelo de cabra que se trenzaba. También el lino y el cáñamo, que se cultivaban en las terrazas o bancales de los ruedos de los pueblos. Otros artículos se compraban en los mercados de las ciudades o a los vendedores ambulantes, como algodones, panas, terciopelos, tules o sedas.
Las mujeres, además de hilar y tejer, realizaban numerosos tintes de colores con minerales, plantas o jugos de los animales.
La cultura de la confección altimontana se extendía a numerosas piezas complementarias. No sólo vestidos, también encajes, bordados, filigranas, bisutería,…
En cada hogar se trasmitía de generación en generación el traje típico del lugar e incluso de la familia en cuestión. Para las mujeres incluía sombrero, pañuelo o velo; collares, broches, sortijas y pendientes; chaquetas; chalecos; camisas; delantales; faldas; enaguas; calcetines y zapatos. Los hombres tenían una indumentaria también bastante completa: capote, gorra, pañuelo o sombrero; chaqueta, chaleco, camisa, cinto, faja, calzones y polainas o zapatos.
En suma, los vestidos tradicionales eran de casi todas las formas y colores imaginables, siempre decorados por bordados preciosos y ricos detalles, muchas veces ornados por joyas que tan bien se adaptaron en una inteligente armonía de colores.
Posiblemente, tras su aparente crudeza y ferocidad, el tesoro más humano, cultivado y valioso de los habitantes de estas tierras altas de las grandes islas mediterráneas fuera su manera de vestir. Sus indumentarias tradicionales aún sorprenderían por su belleza y originalidad en las Plataformas de la Moda mundial desde Milán a Nueva York, como si fueran obra de un famoso e indiscutido modisto.

lunes, 23 de febrero de 2009

PAISAJES MEDITERRANEOS DE IDA Y VUELTA (18) LOS CRUCEROS POR EL RIO NILO (EGIPTO) EN EL SIGLO XXI.

Tras la mirada de Gustave Flaubert a mediados del siglo XIX y de Pierre Loti en el año 1907, cerramos esta miscelánea de viajes por Egipto a través del río Nilo con un reportaje de actualidad.

Para ello resumimos un reportaje realizado por el periodista FERNANDO MUGICA (Suplemento Viajes. Periódico el Mundo. Número 20. Mes de Mayo del año 2003):

Hay cuatrocientos hoteles flotantes que recorren anualmente el río Nilo desde El Cairo hasta Asuán. Estos barcos flotantes son silenciosos y apenas se nota su movimiento. Desde los camarotes se ven pasar las orillas que desfilan repletas de juncos y palmerales, pequeñas casas de adobe adornadas con colores chillones, arenales inmaculados o localidades llenas de bullicio. El techo de las noches, en la cubierta de popa, se puebla de estrellas y en el aire se siente un aroma tibio que invita al romanticismo.

La jornada para los turistas empieza muy temprano. No obstante, el hall ya está abierto, En él pueden proveerse de libros y publicaciones con imágenes y planos de la zona a visitar ese día y todo tipo de bronceadores y lociones antimosquitos.

A las cinco o las seis de de la mañana se visitan los templos faraónicos antes de que el calor del mediodía se vuelva insoportable. Un autobús te conduce a las pirámides y ciudades históricas. Las cámaras de vídeo y fotos comienzan a echar humo. En los lugares de afluencia masiva de visitantes hay guardias jóvenes vestidos de paisano entremezclados con los turistas que guardan sus pequeños, pero eficaces fusiles de asalto debajo de sus americanas, por la amenaza del integrismo islámico.

En los tenderetes a lo largo de todo el trayecto los vendedores conocen muy bien las necesidades de los turistas. Hay gorros de todos los tipos y pañuelos blancos, y más refrescos y botellas de agua fría y tabaco y collares y mecheros y rollos de película y más collares y chilabas, postales y papiros falsos, hechos con hojas de plátano e impresos en serie, y ¡todo a un euro!
Al mediodía o por la tarde, los turistas toman el sol y disfruta del silencio, tumbados en hamacas en la cubierta del barco. En una mesita baja, muy cerca, hay vasos sumergidos en un recipiente de hielo junto a botellines grandes de la cerveza local. A menos de dos metros una piscina con el agua fresca y limpia.
Cuando vuelven a sus habitaciones disfrutan de la luz y del paisaje, ya que da al exterior una inmensa ventana de cristal polarizado. Desde los butacones se puede contemplar todo el trayecto, después de haber ajustado la temperatura ambiente del aire acondicionado, degustando los refrescos y alcohol de la nevera particular. Después de la siesta todos repasan las compras del día y hacen cálculos de los regalos que faltan. Es imposible ir a Egipto y no volver cargado hasta los topes.Por la noche, la sala de fiestas está preparada para recibir a grupos de músicos locales, cuyos tambores y timbales competirán intermitentemente con la música disco
Algunos días salta la sorpresa y los guías organizan excursiones en falúa, esas barcas características y primitivas, con una gran vela puntiaguda. Es otra forma de ver el Nilo, introduciéndose por canales estrechos y apacibles, entre juncos y remansos. En un punto concreto el guía nos invitan a darnos un baño. Para sorpresa el agua está fría y produce un contraste formidable con el calor que desprenden los arenales cercanos. Para el regreso hacia el barco nos han preparado una pequeña aventura. Hay que hacer una travesía en camello en la que se recorren paisajes que bien pudieran haber servido como exteriores en la película Lawrence de Arabia.
El último día el grupo de turistas se dirige alegremente hacia el aeropuerto, con las alfombras, tambores, papiros, collares, chilabas, y todo tipo de avalorios. Tienen los rostros morenos, exhiben tatuajes atrevidos y conservan un brillo especial en los ojos.”

sábado, 21 de febrero de 2009

PAISAJES MEDITERRANEOS DE IDA Y VUELTA: (17) EL DROMEDARIO O CAMELLO DEL NORTE DE AFRICA.

Durante veinte siglos el camello ha sido el vehículo por excelencia de las estepas y desiertos del borde sur del Mar Mediterráneo. Se presume que fue domesticado hace más de dos mil años en el Valle del Nilo.

Aparentemente su figura no es muy atractiva. No cuenta con la majestuosidad del caballo ni la elegancia de la gacela. Es bastante feo, tiene la cabeza aplastada, el cuello demasiado alargado, es desgarbado y chilla de manera ensordecedora día y noche.

Sin embargo, goza de todas las ventajas para caminar por el desierto. Repasémoslo más detenidamente desde la cabeza a los pies:

Tiene un gran cuello que puede girar fácilmente a ambos lados, evitando los ardientes rayos solares y su reflejo cegador en la tierra desértica. Sus ojos están guardados por párpados fuertemente armados de pelos y semicerrados, que lo protegen inmejorablemente de las tormentas de arena.

Existe el mito de que su joroba es su depósito de agua, pero no es tal. Tiene una sangre especial. Sus millones de glóbulos rojos almacenan más agua que otros seres vivos, de ahí que tenga suficientes reservas para estar sin beber durante diez días. Su piel dura y resistente es un gran aislante. Puede estar a la intemperie soportando temperaturas diurnas de hasta 50 grados y heladas nocturnas en que el termómetro baja a los 10 grados bajo cero.

Sus piernas, increíblemente largas y flexibles, le ayudan a andar por la arena más rápido y con menos fatigas que a otras criaturas. Sus pezuñas son duras, y no se resienten de pinchos y púas, ni puntiagudos pedregales. Pero, a la vez, están hechas a modo de almohadillas. El camello apoya y levanta sus patas del suelo suavemente y casi sin hacer ruido.



La psicología del camello es muy peculiar. En general, es un animal independiente, terco y malhumorado. Comienza a emitir roncos gritos cuando ve acercarse al jinete con la monta. Si se enfuruña es capaz de cocearle y morderle. Es indiferente a caricias y otras expresiones blandas de afecto. Pero, para caminar por el desierto, necesita verse acompañado por la brida fuerte del camellero, y el repiqueteo constante de sus pies contra los lomos, incitándolo a trotar. Su fidelidad es proverbial. Es capaz de caer muerto, extenuado de cansancio, antes que pararse. No obstante, los hombres del desierto intuyen cuando están excesivamente cansados, pues entonces sus cuerpos despiden un sudor particular, dulce y aceitoso.

El camello, después de varios días sin beber, es capaz de tragarse hasta 100 o 120 litros de agua hasta saciarse al cabo de una hora ininterrumpida de borrachera acuosa.

Sin embargo, necesita comer diariamente todo tipo de ramas, hojas o hierbas, que va rumiando pausadamente a todas horas.

En la estación seca se adapta a todo tipo de pasto, aunque tiene una gran intuición para elegir plantas cuyo interior es rico en agua y en sal, no elude las más pinchosas, cuyo roce soporta con su duro hocico, ni las más amargas. En la estación de las lluvias devora las hojas altas de arbustos como las acacias, a donde no llegan otros competidores como toros, vacas, ovejas o cabras.


Hay dos tipos de camellos: de carga y de monta.

Los ejemplares más grandes, fuertes y corpulento, aunque también de psicología más simple, se eligen para la carga. Bastan tres días de entrenamiento para que estos camellos sean capaces de transportar hasta 250 kilos de peso el resto de sus días.

Un camello de carga camina al paso, a una velocidad de tres o cuatro kilómetros por hora, hasta 12 horas al día. Supone recorrer 40 kilómetros al día, con cientos de kilos a sus espaldas. Estos viajes pueden durar, en trayectos de ida y vuelta, hasta dos y tres meses. Cuando retornan a su punto de partida están tan enflaquecidos y escuálidos que se les deja descansando el resto del año, engordándose con buenos pastos.


La silueta más común del camello de carga es la de la caravana ya sea comercial, familiar, de bodas o de altos dignatarios.

Las caravanas comerciales han transportado secularmente mercancías entre puntos alejados. Por ejemplo, dátiles de los oasis o sal de los grandes yacimientos del interior del desierto del Sahara, que eran cambiados por otras mercancías en los mercados de las ciudades del Norte.

La caravana familiar tiene como principal finalidad transportar a los miembros de cada hogar y sus viviendas móviles (aduares o tiendas de campaña) de un lugar a otro cuando escasean el agua, la leña y los pastos. Para ello, sobre los lomos y las espaldas del camello se carga la casa rodante. Palos y cueros del aduar, cofres con vestidos y muebles, esteras y mantas, alimentos y odres de agua e, incluso, en unos sacos de lana, asoman las cabecitas de los niños de pecho. Es tal la carga que llevan que los jóvenes y adultos van a pie a su lado, o montados en caballos y pollinos.

Las caravanas de las bodas y, sobre todo, de los altos dignatarios, destacan por sujetar `palanquines cerrados y cubiertos con sedas y telas vistosas, y estar enjaezados los lomos de los camellos con armaduras brillantes de oro y plata, mientras sus cabezas se decoran con plumas.


El camello de monta es el preferido por el hombre del desierto. Se eligen ejemplares no demasiado grandes y de una inteligencia viva y despierta. Tras una educación que puede durar hasta seis meses, se convierten en compañeros inseparables de sus dueños durante sus dieciséis años de vida media. Estos camellos pueden correr al trote, a una velocidad de 8 a 10 kilómetros por hora, durante media jornada. Los equipajes de los camellos de montas son ligeros. Los camelleros sólo llevan lo mínimo e indispensable en la bolsa de cuero atada al lomo donde da la sombra. Un trozo de pan de azúcar y un martillito para romperlo, un odre de agua, una bolsa de té verde, tabaco para mascar, una jarra y unos pequeños vasitos de cinc, un hornillo, una yesca y un poco de carbón vegetal.


En los siglos XIX y XX el camello de monte fue modernizando sus usos por la influencia occidental. Napoleón Bonaparte lo convirtió en unidad de vigilancia e intervención rápida del ejército francés, servicio de correo e incluso ambulancia animal (con unas camillas de mimbre atadas a su joroba). Hoy día, el número de bereberes se ha reducido a algunos miles. La mayoría han cambiado el camello por la camioneta japonesa o coreana, la tienda o aduar por la casa de cemento o ladrillo, y han ido pasando del pastoreo y la agricultura a faenas asalariadas.


Antes de que los ingenieros de caminos, canales y puertos trazaran la moderna red de autovías y carreteras que atraviesa el desierto, sólo existía una enmarañada red de caminos de ida y vuelta, trazada espontáneamente por el tránsito, más o menos masivo, de hombres y animales.

En la cúspide de esta jerarquía de caminos figuraban las pistas de las caravanas y camellos de monta, que dejaban una honda huella y eran más anchas que el resto. Le seguían los caminos transitados habitualmente por rebaños de ganados (toros, vacas, ovejas y cabras) en busca de pastos. Por el contrario, en los parajes más inhóspitos, como terrenos montañosos y escarpados y lo más profundo del desierto, sólo había una densa red de senderos, tan estrechos como la palma de la mano, en los que era difícil orientarse.

Los viajes se contaban por sus días o meses de duración, y sus áreas e descanso eran las aguadas (pozos, oasis, lechos de ríos o ueds). Conforme el desierto se hacía más profundo se iban espaciando cada vez más las aguadas y las márgenes de los caminos cobraban un aspecto tétrico e inquietante. Proliferaban los esqueletos blanqueados de animales y seres humanos muertos por la sed, aparecían frecuentes tumbas de piedra, iban desapareciendo plantas y animales a excepción a algunos escarabajos y serpientes, y merodeaban a los viajeros aves rapaces como los buitres y animales de rapiña como hienas y chacales, a la espera de algún cadáver.

Con todos estos inconvenientes y peligros jinetes y camellos aprendían esforzadamente a orientarse. En su memoria almacenaban fotográficamente y con todo lujo de detalles los caminos que recorrían, y eran capaces de recordarlos al cabo de los años. Si se perdían, no dudaban en orientarse durante el día siguiendo el curso del astro solar y la disposición de las montañas próximas, y durante la noche por la posición de las estrellas.

El camello, además de servir para la carga de mercancía y el transporte de viajeros, ha tenido otras utilidades. Con su pelo se hacían cintas, cinturones y esteras; la leche de camella era consumida habitualmente, e incluso dada de beber a potrillos jóvenes a falta de agua. Sus excrementos eran usados para encender hogueras cuando no había leña en los alrededores. El mismo camello y su montura se intercambiaban en caso de necesidad por otros artículos necesarios como el agua o los pastos. Incluso, como parte de la dote matrimonial el hombre debía entregar a la futura esposa un camello con su silla de montar.


La importancia del camello en la vida cotidiana se tradujo en una completa artesanía para aderezarlo, que aprovechaba los escasos recursos naturales disponibles. Las fustas se fabricaban con cuero de buey o ramas de palmera. Las trabas de los pies eran de sogas de fibra de palmera. Las bolsas de viaje, sandalias y sillas de montar se hacían con cueros de cabra. Las mantas de lana, de diseño multicolor, eran fabricadas por poblaciones como Timimum (Argelia), cuyos habitantes se dedicaban principalmente a esta labor.

Y, como colofón, el camello ha sido también instrumento de ocio y diversión de niños y mayores. Los primeros han jugado en su infancia con figurillas de paja y madera que representaban camellos y camelleros familiares, famosos y heroicos. Los segundos han llegado a organizar la versión desértica de los Juegos Olímpicos, los denominados “Juegos Bereberes”. Incluyen mercados de compraventa de ganado, concursos de raza, peleas entre camellos, concursos de acrobacias y equitación y carreras con jinetes.