viernes, 27 de febrero de 2009

PAISAJES MEDITERRANEOS DE IDA Y VUELTA (19). LAS TIERRAS ALTAS DE LAS GRANDES ISLAS –CÓRCEGA, CERDEÑA Y CRETA-.

Los turistas que se embarcan en un crucero por el Mar Mediterráneo en el siglo XXI tienen la sensación de recorrer un mar tranquilo, donde abundan las islas con costas paradisíacas e idílicas y un paisanaje hospitalario, dócil y servicial.

Pero esto no siempre fue así. La novela de Nikos Kazantzaki ambientada en las tierras altas de la isla de Creta “Libertad o Muerte. Año 1911”, el relato del literato francés Gustave Flaubert “Viaje a Córcega. 1850” y el libro de viajes del novelista británico “Cerdeña y el Mar. 1922”, nos ofrecen una visión alternativa del paisaje de los territorios más recónditos de estas tres grandes islas mediterráneas, que hoy resulta difícil de imaginar.

Hasta el primer tercio del siglo veinte, internarse desde la costa al interior de estas grandes islas mediterráneas era un asunto complicado y peligroso. Los caminos eran un verdadero laberinto. Tenían la forma de sinuosas e interminables serpientes que trepaban por las laderas de los montes, dando vueltas y vueltas, con escalofriantes barrancos en las márgenes. Los ríos bajaban formando afiladas y profundas hoces y desfiladeros desde las cumbres situadas en torno a los dos mil metros, con nieves en invierno, a sólo cuarenta o cincuenta kilómetros.
Llegar al centro de una de estas islas podía llevar una o dos jornadas de viaje. Y éstas discurrían a través de un paisaje silencioso, solitario y sombrío. Entre un pueblo y otro podía haber horas de viaje, en las que podía no verse ni una casa ni un alma humana.

El paisaje vegetal era, no obstante, de una increíble belleza. Pero desanimaba que tras el puerto de un monte llegara un nuevo valle y tras un cerro, otro semejante. Sólo desde las más altas cimas se apreciaba el sorprendente mosaico vegetal de estas islas:

“Desde las cimas, cada ladera o valle aparece cubierto con colores de matices diversos, a través de los que podemos deducir qué vegetación los cubre” (Flaubert. G)
La vegetación va cambiando según vamos ganando altitud. Los pisos bajos de la montaña son más cálidos y soleados. Están cubiertos por el matorral mediterráneo. Matorral de plantas aromáticas como las jaras, brezos, tomillos, madroños, acebuches o coscojas, conocido como Maquis o Garriga.En estas islas se conservaba tan intacto que podía llegar a una altura de uno o dos metros y a una espesura de la maleza que recordaba a la selva africana.
En los parajes con suelos más profundos y menos alterados por el hombre (antiguos cultivos, carboneo y leña,…) aparecían los bosques de robles y alcornoques. DH Lawrence se maravilló de este último árbol, de su color café y su atrevida, roja y cambiante desnudez cuando se descorchaba. Junto a ellos aparecen sombrías pinedas. A Gustave Flaubert le embriagaba su perfumado olor a madera verde.
En los pisos más altos, y de ambientes más frescos y húmedos, aparecían castañares, pinos laricios y hayas, en las zonas más umbrías de los valles. De nuevo Gustave alaba los castañares, con su sotobosque de musgos y la sorprendente caída de sus frutos de trecho en trecho. Asimismo, todavía se pueden encontrar maravillosos bosques de pino laricio, donde algunos ejemplares pueden llegar a los 800 años de edad, y hayedos que te trasladan a montes célticos y pirineaicos.
Esta sensación, la de encontrarnos en algún rincón remoto de regiones atlánticas de raigambres célticas (Bretaña, Cornualles,…) es la que embargaba inicialmente a viajeros ingleses y franceses. Sus bosques tan bien conservados, sus parameras, sus malezas, el aire perfumado y silvestre, las extensas soledades donde reina la naturaleza.
Pero, al fin y al cabo, lo que más les sedujo fue el paisanaje, el habitante de las tierras altas de estas grandes islas, sin que ello fuera en detrimento de sus bellezas naturales.


El montañés de las tierras altas de las grandes islas tuvo unos rasgos físicos peculiares, que lo diferenciaban de otros habitantes del Mediterráneo.
El primero de ellos era su fuerte y robusta constitución física, producto de su continua vida al aire libre, transitando por un monte con fuertes pendientes, y dedicado a oficios duros y que exigían gran resistencia física como el pastoreo, el carboneo o la caza:
“Una camisa con mangas anchas dejaba ver sus enormes brazos, secos y nudosos, como ramas de olivo. Su altura era descomunal. Cercana a los dos metros (Kazantzaki, N).
Las mujeres no le iban a la zaga, pero destacaban, sobre todo, por otros atributos:
“Son mujeres altas, recias y de caderas anchas, con pechos grandísimos” (Lawrence, DH)

El siguiente rasgo que llamaba la atención era su abundante pelaje. Parecía como si se hubieran contagiado de la convivencia con caballos de áspero pelaje, cabras de larguísimas barbas blancas y negras, y ovejas de tupida lana:

Era un tipo apuesto. Pero al abrirse el chaquetón y desbrocharse la camisa, parecía que llevase una camiseta negra. Entonces me dí cuenta de que era su propio vello. Negrísimo e hirsuto como el de una cabra negra” (Lawrence. DH)

Sus cejas eran espesas. Su barba se extendía por todo el pecho. Tenía tantos kilos de cabelleras, bigotes y pelos que diez peluqueros a un tiempo no habrían llegado a librarles de ellos” (Kazantzaki, N).

Una tercera cualidad era el fuerte olor animal de los pastores:
Llevaba dos quesos en las alforjas y un carnero degollado al hombro. Todo él olía a saliva y chivo” (Kazantzaki, N).
“Olían a lana, a cabra y a hombre, con un hedor que llegaba desde lejos” (Lawrence, DH)


La eterna compañía de estos hombres eran las armas, más rústicas o perfeccionadas, en cuyo manejo se les instruía desde la más tierna infancia, pues era su modo de vida y su principal recurso de supervivencia:

“Los montañeses suelen llevar un arco y dos bastones. Uno es derecho y sirve para caminar. El otro es nudoso y retorcido, y lo empuñan cuando se ven en dificultades” (Kazantzaki, N).
“Como los tejones o los hurones, están siempre alertas y nunca dejan sus defensas lejos de sus manos” (Lawrence, DH)
“Siempre viajan armados, con el puñal sujeto al pantalón, en el bolsillo de la chaqueta, o deslizado bajo la manga”(Flaubert, G)
Su manera de hablar y expresarse estaba fuera de lo normal y llegó a asustar a los viajeros civilizados:

Emiten unos alaridos rarísimos, antinaturales, muy agudos, impronunciables para un ser humano corriente, con los que diseminan sus ovejas o espantan a las vacas. Es la señal acústica más extraña que he oído nunca” (Lawrence, DH)
“Excitan a sus caballos con gritos innobles, que más bien parece que están moliendo a un hombre a palos” (Flaubert, G)
Algunos de estos viajeros se atrevieron a resumir la psicología propia de los habitantes de las tierras altas insulares del Mediterráneo:

Cientos de años de persecuciones, asedios, batallas y hambres, y el peligro de la piratería o la plaga de la malaria (tan comunes en las tierras bajas), los han llevado a refugiarse en las zonas más altas e inaccesibles de estas islas. Su modo de vida aislado en pequeños pueblos muy distantes entre sí, su prolongada soledad en los montes guardando el ganado, han forjado un carácter duro y curtido” (Kazantzaki, N).
“Los corsos son hombres de impulsos puros y pasiones ardientes. Nada hay tan desafiante como la mirada de un corso. Desde que te divisa a lo lejos se fija sobre ti su mirada de halcón, te aborda con precaución y te escruta por entero. Si tu aspecto le agrada te tratará de igual a igual, y será franco y leal contigo hasta la muerte” (Flaubert, G)
“El sardo es abierto, viril y directo. Rebosa una áspera vitalidad. Mira a los objetos con desconfianza, los olisquea con curiosidad. Se semeja a un perro asilvestrado, pues también es capaz de obedecer y mostrar afectos” (Lawrence, DH)
Hasta la actualidad han conservado ciertas fiestas populares medievales muy originales.

Algunas están relacionadas con la habilidad a caballo. Así, en una un grupo de jinetes enmascarados deben ensartar al galope una estrella de hierro, introduciendo sus espadas en un pequeño orificio. En otra, los jinetes han de dar cinco vueltas en torno a la fortaleza de un empinado santuario, compitiendo las banderas que representan al cristianismo y a los turcos. Siempre ganan los primeros, que antes son bendecidos por el sacerdote y otras autoridades.

Otras tienen que ver con el mundo del toro. En estas islas hay pueblos que lidian becerros traídos en barco desde España, usando una de sus plazas como coso improvisado.
Hubo otros juegos más sensuales, casi paganos, relacionados con el ganado doméstico y las mujeres:
Los pastores se distraen con el ganado, dando gritos salvajes a los animales que se desmandan, danzando al son de una flauta o tamboril que ellos mismos se fabrican. Incluso, cuando machos cabríos y carneros se ponen en juegos amorosos con las hembras en celo, los pastores se desnudan y se ponen a su alrededor, dándoles gritos cariñosos y de ánimo” (Kazantzaki, N).
“Durante el carnaval se forman numerosas parejas de jóvenes que van disfrazados y cogidos de la mano. Pero son todos hombres, que se rellenan el interior del vestido para dar turgencia al busto y caminan a pasitos cortos, con mucho miramiento, como muñequitas. Y cuando pasan al lado de verdaderas mujeres las aturrullan con gritos salvajes y obscenos, acabando frecuentemente estas chanzas en golpes y refriegas” (Lawrence, DH)
Y otras con su carácter guerrero y pendenciero:
Las salvajes pasiones de estos hombres se expresan en el baile del carnicero. En él se utilizan toda clase de cuchillos, incluso grandes alfanjes, que entrechocan hasta que saltan chispas. A la vez, se desafían con rugidos y gruñidos que hacen pensar que su enemistad no es fingida” (Flaubert, G)

El vestido tradicional de sardos o corsos permaneció alejado de la ola homogeneizadora de la moda europea occidental durante siglos. Comunicaba el origen de su percha, las características de cada pueblo, la extracción social y el estado civil de su propietario.

Cada vestido era una pieza con unas peculiaridades, colores y formas que seguían reglas comunes en el dibujo y se diferenciaban en los detalles: vestidos para hombres y para mujeres, para las fiestas y para todos los días, para los ricos y para los pobres, para los pastores y para los pescadores, para las mujeres casadas, para las solteras y para las viudas.
El traje de luto de las mujeres, por cierto, era azul, y no fue sustituyéndose por el negro hasta bien entrado el siglo veinte. Las féminas solían llevar bajo las faldas sietes enaguas, de distintos tamaños y colores, cuyos bordes formaban bellas listas multicolores por encima de sus tobillos.
Los cinturones de los hombres eran otra de las prendas de vestir más elaboradas y curiosas. No servían para sujetar la ropa, para lo que estaban los botones. Eran el lugar donde se llevaba el puñal o la pistola, la munición, o las agujas e hilos con que se arreglaban gorros, vestidos o zapatos si se les estropeaban en pleno monte. La otra prenda masculina más sorprendente eran sus anchos y extensos copetones o “cubre jefes”. Estaban hechos de pelo de cabra recubierto con lana de oveja, y los usaban todo el año para caminar con cualquier inclemencia meteorológica, o dormir al raso bajo la “buena estrella”.
Otra prenda muy original eran las gorras, sombreros o turbantes. Algunas poblaciones usaban la clásica “barreta” y otras el gorro frigio, puntiagudo e incómodo. Otras empleaban el sombrero de paja o el de ala ancha. También existían lugares en que hombres y mujeres se cubrían con pañuelos que les cubrían la cabeza y cabellera, dejando sólo los ojos al aire libre, de modo parecido a los creyentes musulmanes.
Con todo, lo más sobresaliente fue la amplísima gama de formas y colores de su indumentaria. Los hombres tenían trajes de domingo completamente blancos, dorados o marrones, blanquinegros,…
Las mujeres usaban prácticamente casi toda la gama cromática combinándola de forma atrevida en sus vestidos: negros, marrones, morados de diversas tonalidades, azules, rojos, naranjas, verdes de muchos matices. Se podían usar colores planos, o combinarlo en listas o rayas o mediante decoraciones geométricas y florales.
Las mujeres estaban siempre tejiendo en casa cuando tenían algún tiempo de ocio en sus faenas diarias. De hecho, la dote matrimonial más común era una rueca de hilar.
De las proximidades se obtenían pieles que se curtían, lanas que se esquilaban a las ovejas, o el pelo de cabra que se trenzaba. También el lino y el cáñamo, que se cultivaban en las terrazas o bancales de los ruedos de los pueblos. Otros artículos se compraban en los mercados de las ciudades o a los vendedores ambulantes, como algodones, panas, terciopelos, tules o sedas.
Las mujeres, además de hilar y tejer, realizaban numerosos tintes de colores con minerales, plantas o jugos de los animales.
La cultura de la confección altimontana se extendía a numerosas piezas complementarias. No sólo vestidos, también encajes, bordados, filigranas, bisutería,…
En cada hogar se trasmitía de generación en generación el traje típico del lugar e incluso de la familia en cuestión. Para las mujeres incluía sombrero, pañuelo o velo; collares, broches, sortijas y pendientes; chaquetas; chalecos; camisas; delantales; faldas; enaguas; calcetines y zapatos. Los hombres tenían una indumentaria también bastante completa: capote, gorra, pañuelo o sombrero; chaqueta, chaleco, camisa, cinto, faja, calzones y polainas o zapatos.
En suma, los vestidos tradicionales eran de casi todas las formas y colores imaginables, siempre decorados por bordados preciosos y ricos detalles, muchas veces ornados por joyas que tan bien se adaptaron en una inteligente armonía de colores.
Posiblemente, tras su aparente crudeza y ferocidad, el tesoro más humano, cultivado y valioso de los habitantes de estas tierras altas de las grandes islas mediterráneas fuera su manera de vestir. Sus indumentarias tradicionales aún sorprenderían por su belleza y originalidad en las Plataformas de la Moda mundial desde Milán a Nueva York, como si fueran obra de un famoso e indiscutido modisto.

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