sábado, 18 de octubre de 2008

PAISAJES DE LA SIERRA MORENA ANDALUZA. (1) LOS LUGARES DE RETIRO ESPIRITUAL.

El paisaje de la naturaleza bravía de Sierra Morena se ha asociado desde la antigüedad a la vida mística de numerosos ermitaños y ordenes religiosas. Como si los árboles y asperezas que la forman sirvieran a modo de una iglesia rudimentaria y callada para la meditación y el rezo.

También, para huir de vidas pasadas y regenerar las fibras destrozadas de la moralidad, o, simplemente, para descubrir el maravilloso placer del silencio y la soledad, donde el alma se aleja de las noticias, deseos, apetitos y conflictos del mundo y, en un ambiente primitivo, se acerca a Dios y se conoce a sí misma.

Durante siglos han proliferado los conventos, monasterios y ermitas serranas, dedicados al retiro espiritual, donde los únicos sonidos eran los del silencio y las largas y solemnes salmodias que repetían las graves voces de los monjes.

Tenía aquí su contrapunto el barroco resplandor y el brillo de las vestiduras y mobiliario de las catedrales, parroquias e iglesias andaluzas de tantos pueblos y ciudades, ya que la rusticidad y simplicidad, e incluso la extrema pobreza, presidían estas construcciones y su decoración interior.

Comenzando nuestra breve andadura por los lugares más destacados de la trayectoria humana en Sierra Morena, desde el punto espiritual, hay que mencionar el Convento de la Peñuela (La Carolina – Jaén -).

En él pasó sus últimos días San Juan de la Cruz (a finales del siglo XV).Allí trabajó, pese a lo avanzado de su enfermedad, con el resto de los monjes en el cuidado de la tierra para su autosuficiencia: plantando viñas y olivares, y sembrando trigo. Transcurrieron esos días finales del Santo, apartado del mundanal ruido, cultivando las potencias del espíritu con la soledad y la vida austera, orando y contemplando la naturaleza, de lo que da testimonio un libro tan hermoso como la “Llama del amor viva”.La cama que usaba en su celda consistía en unos manojos de romero y sarmientos tejidos. Su comida era frugal: un pan con habas y cebada mezcladas con trigo y unas hierbas cocidas. Sus días tenían siempre un ritmo idéntico: se levantaba antes de apuntar el alba, iba a la huerta para hacer oración y subía a una fuente, en donde llenaba sus ojos y su mente de la paz quieta y sosegada de la naturaleza, de las escenas de vida de los animales salvajes, de los sonidos del bosque y el rumor y fluir de las aguas. Cuando escuchaba las campanas del monasterio volvía al mismo, para empezar los trabajos y oraciones, que se alternaban desde primeras horas de la mañana hasta la noche. Estas, eran tan serenas, que se pasaba hasta la madrugada sentado en la hierba, comentando con su Superior, la belleza del firmamento.

En la Sierra Norte sevillana los monjes de las Ordenes de San Bruno y San Basilio fundaron diversas Cartujas, en localidades como El Pedroso, Cazalla de la Sierra, Constantina y Las Navas de la Concepción.

Su casa matriz estaba en el Monasterio de Santa María de Las Cuevas (Sevilla capital), del que fueron huyendo por ser un lugar poco apto para la meditación, así como por las epidemias de fiebres tercianas, tan frecuentes en los siglos XV y XVI.

Las Cartujas eran monasterios grandes, que se autoabastecían de todo tipo de producciones procedentes de las numerosas tierras que poseían. Normalmente se localizaban próximos, aunque no visibles, a los principales núcleos habitados, en la que disponían de obreros y jornaleros. En ellas había múltiples dependencias (dormitorios, bibliotecas, cocinas, graneros, molinos, almacenes de aperos de labranza,...). Eran como grandes cortijadas monacales, que hacían innecesario que los monjes salieran fuera a lo largo de su vida. Además, sus reglas los obligaban a un aislamiento absoluto, en el que se dedicaban al rezo y la vida contemplativa.

En el extremo nororiental de esta comarca sevillana nació y vivió en su primera juventud San Diego de Alcalá. Ayudaba a un ermitaño local, que se había asentado en la falda de un pedregoso cerro, cercano a la localidad de San Nicolás del Puerto. Su ideal era San Francisco de Asís. En esta tierra tan severa y rígida como su estameña franciscana, San Diego trabajaba un huerto, cuyos excedentes repartía entre los pobres comarcanos, así como las limosnas que pedía, y los utensilios que labraba en madera o junco(platos, vasos, canastillas...), cuando no los intercambiaba por otros productos para los más necesitados. Para esforzarse en esta voluntariosa vida, dedicada a socorrer a los más míseros, siempre rezaba debajo de la misma encina. Este árbol se denomina entre el vulgo con el sobrenombre de “la encina del escapulario”. Da como fruto unas encinas con dos pequeños relieves a modo de corazones de color gris con algún reflejo morado. Según la creencia popular, como un milagro otorgado por Dios ante la santidad de su discípulo.

En la Sierra de Aracena tuvo su lugar de retiro espiritual un insigne ministro de Felipe II, Benito Arias Montano, en lo alto de un cerro que ahora lleva su nombre, y que mira hacia la localidad de Alajar. Este legendario místico encontró aquí refugio de la Inquisición, por haber traducido al castellano el “Cantar de los Cantares”, y se dedicó a la vida contemplativa. Para ello escogió las oquedades cimeras de una roca escarpada, plagada de cuevas y manantiales, desde cuya altura contemplaba el resto de la Sierra. Hasta su muerte, se dedicó a la interpretación de las Sagradas Escrituras y la realización de obras de caridad en la comarca.

Al norte de Hornachuelos (Córdoba), también se crearon conventos dedicados a la vida contemplativa, como el de Nuestra Señora de Los Angeles, regido por la Orden Carmelita descalza. En el pasaron su “luna de miel” en los años sesenta los Reyes de Bélgica Balduino y Fabiola, movidos por su honda religiosidad.

Cierra esta miscelánea de hechos religiosos notables en la vida espiritual de Sierra Morena el obligado comentario de un paisaje singular: las ermitas de Córdoba.

Están situadas a escasa distancia de la ciudad de los Califas, donde han existido eremitorios desde la Edad Media hasta 1957 (cuando murió el último ermitaño). En concreto, se sabe que ya en el siglo IV, en plena dominación visigoda, vivió aquí el obispo cordobés Osio, amigo personal del maestro de ermitaños, San Antonio Abad, que importó de Egipto esta modalidad de vida contemplativa.

Después, durante la etapa árabe, San Anastasio vivió en una pobre choza, formada de ramas y hojas de árboles. Más tarde se fundan las 13 ermitas que aún se conservan (en el siglo XVIII) por parte del hermano Francisco de Jesús. Su permanencia, aparte de la piedad de sus moradores, se explica por las ventajas que ofrecían a los poderes públicos para librar de bandoleros a las cercanías de la capital cordobesa.

El conjunto de las actuales ermitas disponía de cementerio, iglesia, hospedería para pobres y mendigos, y pequeñas ermitas, donde vivían los monjes.
Diversas calaveras recibían al visitante y poblaban por doquier el lugar, invitando al escalofrío y la meditación. Sin embargo, el ambiente no era tétrico, ya que existía una frondosa vegetación circundante (cipreses, palmeras y naranjos alternaban con magnolias, rosales y bojes), que embriagaba de perfume estos parajes, a la par que fuentecillas y albercas animaban los rincones umbríos, cenadores y terrazas con cristalinos sones.

Los cenobios vivían del cultivo de pequeñas paratas de huerta y árboles frutales, mezcladas con arriates ajardinados que trepaban por las rocas, y rodeadas de blancas tapias que las guardaban de los fríos e intrusos.

Cada ermita tenía también su propia arquitectura, son una personalizada espadaña y su ciprés, símbolo de la planta espiritual.

Toda la comunidad estaba regida por el hermano mayor, que con la campana de su torre se comunicaba con cada ermitaño, que respondía con su propia campanada, el único sonido que rompía el silencioso aire. La vida austera y sobria de estos monjes estaba dedicada a la labor, la meditación y la oración. Su manera de pasar el día era estricta y frugal. Se levantaban a las dos de la madrugada y rezaban (maitines, laudes y el rosario) hasta poco antes de amanecer. Las primeras horas del día consistían en el rezo del Angelus y la misa, tras lo que desayunaban escuetamente y se retiraban a sus ermitas. En ellas permanecían hasta media mañana ocupándose de trabajos manuales (miniaturas de madera, rosarios, productos de huerta,...), que después vendían para dar caridad a pobres y mendigos. Las horas del mediodía incluían nuevos rezos y un almuerzo en solitario de gran sencillez (frutas e hierbas secas, sin condimento alguno). A las dos comenzaban las vísperas, que continuaban con lecturas bíblicas y trabajos manuales y oración. Al llegar la noche apagaban las luces de sus eremitorios y se desnudaban de medio cuerpo abajo, flagelándose con ramales de cáñamo, antes de cenar y dormir en la soledad de su celda.

El aspecto de los ermitaños de Sierra Morena era tan singular como su vida cotidiana: vestían túnicas arrugadas, pesadas y rígidas de color arena quemada, que maltrataban su cuerpo. Sus barbas anchas y desarregladas, sus capuchas y escapularios, y su tradicional báculo, eran los otros signos que los identificaban. Hoy día, la comunidad carmelita sigue regentando el lugar, para lo que se ayuda con la venta de souvenirs religiosos y profanos (medallas, escapularios, cruces, cadenas y hasta calaveras de plásticos, el leiv motiv de este recinto), y aunque las ermitas están en ruinas, la vegetación ofrece todavía un vistoso y cuidado aspecto.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Soy el angel de la Guarda.

Anónimo dijo...

Soy el angel de la Guarda.