miércoles, 17 de septiembre de 2008

Las ciudades campiñesas de la Baja Andalucía en la mirada del escritor José María Pemán.

Las ciudades campiñesas de la Baja Andalucía, que tanto admiró José María Pemán, tuvieron un origen similar en muchas ocasiones (Estepa, Carmona, Marchena, Lebrija, o Arcos de la Frontera).

La alcazaba, o fortaleza defensiva árabe, se ubicó en el extremo de un abrupto cerro. En su recinto amurallado residían el líder militar, su corte y sus ejércitos. Este castillo fue después – una vez pacificada Andalucía- Palacio renacentista y barroco del Señor feudal, con patio de armas propio, que con el tiempo derivó en una esplendorosa Plaza Mayor como la de Marchena.

En el lado menos tendido de cada cerro creció la medina, o barrio de origen árabe, con una intrincada trama urbana. El crecimiento urbano solía detenerse de improviso ante algún obstáculo natural, hoy suprimido; normalmente un barranco o un arroyo o pequeño río inundable, pues aún no cursaban sus carreras universitarias los ingenieros capaces de hacer tabla rasa de estas dificultades que la naturaleza ofrece a los asentamientos humanos.

Eran entonces ciudades llenas de sombras, pues sus estrechas y retorcidas calles, con numerosos arquillos y voladizos de herencia morisca, crearon un ambiente de penumbra, donde sólo llegaba tamizada la luz solar. Esta ambiente se prolongaba en las viviendas, que poseían extensos zaguanes de entrada y grandes patios interiores.

Muchos siglos después, Pemán las visitó en un momento crucial. Cuando estaban dejando de ser esas ciudades duales, aristocráticas y jornaleras, donde la vida transcurría pausadamente hablando de las cosechas de los campos vecinos. Su imagen panorámica era eminentemente blanca; todavía no se había visto afectada por la deformación de la modernidad; es decir, por ese dogal o anillo periférico de bloques de pisos, adosados y polígonos industriales, que le han crecido alrededor y alteran su imagen primigenia:

“Estas ciudades desde fuera parecen platos de leche cuajada. Cuajada para toda la eternidad. Todo inmóvil, y encima de la torre, la misma cigüeña quieta, fina y de curva estilizada”

Las calles de estas ciudades campiñesas de la Baja Andalucía experimentaron una brusca transformación en esos años con la aparición del automóvil:

“Antes, la calle Ancha era dulce, como una calle de Palestina, con sus baches de arena y sus hileras de borriquillos… el asfalto la ha metido a la fuerza en la seriedad artificial del reglamento de circulación, ahogando aquella circulación lenta, libre y consuetudinaria, que daba lugar al ejercicio de las virtudes humanas”.

Transcurrido más de medio siglo de la marea negra que cubrió de asfalto las calles, la trayectoria es de vuelta atrás. La supervivencia de estos centros históricos depende de que sus calles no se ahoguen de tanto tráfico rodado que son incapaces de soportar. Los ayuntamientos están impulsando su progresiva peatonalización.

Ello no supondrá volver a las bucólicas calles como de Palestina a las que alude el escritor gaditano. Las nuevas calles peatonales se miran en el espejo de los paseos marítimos. Están cubiertas de losetas y adornadas con macetones públicos. No obstante, en ellas se pondrá a prueba ese ejercicio de las virtudes humanas, de que nos habla Pemán, que es la movilidad sostenible. Para ello deberán aprender a convivir los tráficos de peatones, ciclistas y vehículos autorizados (residentes, carga y descarga, emergencias, etc.).

Los ayuntamientos de las primeras décadas del siglo veinte se preocuparon también por dotar a estas ciudades campiñesas de un Jardín Municipal, símbolo de la población y émulo de los de sus capitales de provincia. Estos jardines son alabados hoy día por su diversidad vegetal y riqueza arquitectónica y decorativa. Incluso, están siendo incluidos en los Catálogos del Patrimonio andaluz, bajo la categoría de protección de jardines históricos.

Sin embargo, estos jardines fueron tratados con cierta sorna y desprecio por el escritor gaditano. Le parecían un simulacro administrativo de los espléndidos jardincillos de los patios de las casas señoriales, de trama más orgánica y espontánea. Si viera los jardines municipales minimalistas y de diseño duro al uso en el albor del siglo veintiuno ¿Qué opinaría?:

“El jardín municipal tiene sus callecitas simétricas como un padrón y sus bancos de azulejos fríos, comunales. Incluso, el ruido monótono de la fuente parece recitar los artículos de alguna ordenanza municipal… Todo en él es artificial y forzado. Incluso las flores son administrativas…Desde el centro, donde está la fuente, parten hacia afuera callecitas que terminan en glorietas con cuatro o cinco bancos de azulejos; cuando uno de estos bancos es ocupado al atardecer por una pareja de enamorados, los restantes quedan vacíos, por cierto respeto antiguo y religioso…”

En sus grandes casas señoriales o casonas vivían las familias nobles que dirigieron secularmente los destinos de estas poblaciones, aprovechando su condición de terratenientes o principales propietarios de los campos circunvecinos. Estas familias eran visitadas frecuentemente por Pemán en los años treinta, cuarenta y cincuenta.

“Estas casonas son paradójicas… los abuelos de los propietarios construyeron, en calles estrechas y difíciles, espléndidas fachadas sin posibilidades para ser admiradas… Ocupan manzanas y todo el mundo las conoce nada más nombrarlas…son recintos amplios, llenos de luz y de aire, construidos alrededor de un amplio patio, al que se asoman todas las piezas”

El escritor gaditano retrató brevemente algunos elementos de estas casonas, que le llamaban poderosamente la atención; por ejemplo, los dormitorios:

“Una vieja criada abre las altas puertas de madera al amanecer diciendo Ave María…La señora se levanta de una cama ancha y fecunda, cubierta por un dosel de caoba. Se compone de tres colchones altos y mullidos y dos cojines llenos de encajes, y sábanas, fragantes de alhucema, que tienen iniciales bordadas con enrevesada caligrafía de párroco o notario”

Otro aspecto singular era el modo de vida elitista y apartado del pueblo de los habitantes de estas grandes casas solariegas, que queda escuetamente reflejado en estas líneas:

“Doña…tenía criada antigua, berlina con tronco de caballos, portezuela con escudo y cochero propio.,… dentro del coche de caballos iba de joven con sus hermanas al paseo con filas de palmeras,. detrás de los cristales reían y se divertían poniendo motes a los muchachos del pueblo….Para ella el mundo era un conjunto de media docena de naciones, donde cada una hacía perfectas determinadas cosas: los muebles y el té inglés, la mantequilla holandesa, las esencias de Francia, el lápiz Faber alemán o la lana de los Pirineos…”

En estas casonas vivían las antiguas familias extensas. Familias hoy segregadas entre la casa tradicional, los bloques de pisos y los adosados, donde viven abuelos, padres e hijos.

“Estas casonas eran como pequeñas repúblicas independientes. Los Señores eran los padres y loa señoritos eran los hijos según los criados…No existía el miedo al hijo de las grandes ciudades, ni sus miembros hablaban entre sí por teléfono…”

La Casona no sólo era el hogar. Había heredado de siglos anteriores la función de gran taller de fabricación artesana de todo tipo de productos para la autosubsistencia:

“Estas casonas eran un pequeño mundo, que reunía todo lo necesario para la vida: el granero, el horno, la bodega, la cuadra, la despensa, el lavadero… que ahora tienden a ser sustituidos por esos establecimientos fríos e industrializados que son el restaurante, el almacén, o la panadería y lavandería industrial…”

Dos elementos de la arquitectura de estas Casas solariegas atrajeron al escritor. Sus cancelas y sus patios. La casa patio fue siempre la tipología arquitectónica predominante, estableciendo un singular diálogo con la calle inmediata:

“El patio, ancho, abierto y acogedor, se brinda al sol y al aire… a través de la cancela intercambia prendas y regalos con la calle. Pregones, coplas y bocanadas de calor vienen de afuera adentro; y de dentro afuera, olores de jazmines, trinos de canarios y rumores de chorro de la fuente”.

La cancela de las casonas andaluzas es un invento de la ilustración y el liberalismo. Anteriormente sus puertas se cerraban con portones de madera y se vivía para los adentros con el secreto de los claustros de los conventos. Su creación tienen algo de reclamo publicitario y de ostentación pública de rango y poder social. Todo el pueblo empieza a estar informado de cómo vive la gente principal, de sus costumbres, de sus riquezas, e incluso de sus enredos íntimos:

“Estos encajes de hierro que son las cancelas, entregan a la fiscalización de la calle la vida de los patios, las tertulias que se reúnen, las visitas que se reciben, incluso actúan como caja de resonancia de las voces de la casa –la riña de la criada o en enfado del niño-.”

Además, las cancelas de los grandes caserones contribuyeron a mejorar el clima y, sobre todo, la ventilación de las viviendas, mediante las corrientes de aire que se forman entre la calle y los patios interiores. Al respecto, Pemán retrata con fina ironía la secular adaptación para el calor de estas casas señoriales, aunque para ello hubieran de vivir casi helados de frío entre los meses de noviembre y abril:

“Estas casonas son un puro desplante y desprecio al frío… Se pasa de la calle a un zaguán, inmenso como una estación. Le rodean largos bancos o poyetes de mármol, donde naturalmente de noviembre a abril, sólo se sientan los suicidas, pese a que en sus paredes hay un impresionante mosaico romano que representa el baño de las ninfas. El patio es también una desolada llanura de mármol, pese a lo cual, en sus cuatro esquinas hay estatuas que representan desnudos a un segador, un pastor y una ninfa. En el centro hay una fuente con dos niños de alabastro, desnudos también. Subir a las habitaciones supone escalar una ancha escalera cubierta también con fríos peldaños de marmolillo. Cuando entramos en la sala de estar descubrimos las pequeñas trampas ocultas con las que los habitantes de la casa sobreviven al invierno. Portones de madera cerrados. Cortillas y visillos echados. Tapices y alfombras en paredes y suelo, y en el centro una inmensa mesa camilla, a la que la familia está agarrada como los moluscos a las peñas.”

Fueron esas décadas oscuras –de los años treinta a los sesenta- cuando muchas de estas grandes casas solariegas se fueron arruinando, y sus familias se marcharon a vivir a las grandes ciudades. El escritor gaditano identifica la decadencia y abandono de estas casonas con la pérdida de una de las primitivas señas de identidad de las ciudades campiñesas de la Baja Andalucía:

“Van cayendo estas casas grandes y anacrónicas, últimos restos de una época…las fases de su crepúsculo son tristemente invariables. Primero, su portero de librea aparece vestido de dril. Poco después enmudece el piano que solía teclear todas las tardes de cuatro a cinco. Luego empiezan a verse las últimas heridas: el polvo, las goteras, las grietas y los desconchados. Finalmente, sobre la gran puerta, el escudo del águila bicéfala pierde una de sus alas…”

No sólo se fue perdiendo una escena urbana secular, también el rico patrimonio que, como tesoros bien guardados, encerraban estas casonas:

“Llegó un momento en que hubo que vender o repartir los objetos caros y decisivos, que eran el símbolo supremo del pasado esplendor familiar: la imágenes de la capillita; tal o cual estatua o antigüedad, y el cuadro de Murillo, Valdés Leal, o Roelas, que se enseñaba a los visitantes”

Con el advenimiento de los ayuntamientos democráticos (1977) esta decadencia de las viejas y grandes casonas señoriales de las poblaciones campiñesas empezó a verse más como una oportunidad de mejora de la ciudad que como una tragedia patrimonial.

Los urbanistas han bautizado el nuevo desempeño de estas casas solariegas con el argot “adaptación de edificación singular como contenedor de equipamiento de uso público”. El escritor gaditano no veía con buenos ojos este proceso de ocupación para usos administrativos de los venerables edificios de las grandes familias locales. No es que no aplaudiera que bajo esta fórmula se evitara la pérdida irreparable de este patrimonio arquitectónico. Es que, según Pemán:

“los viejos caserones están cayendo definitivamente derrotados en los brazos fríos y laicos de la administración, que procuran para ellos un sentido utilitario… pero qué difícil es la alianza entre lo bello y lo útil”.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Como a Pemán nadie lo comenta lo haré yo