jueves, 8 de noviembre de 2007

Los mitos de la peatonalización de Sevilla capital

LOS MITOS DE LA PEATONALIZACION DE SEVILLA CAPITAL.

Ahora que gana terreno el movimiento cívico-social y las propuestas a favor de la peatonalización, es un momento ideal para desmontar algunos mitos de esta práctica y publicidad engañosa.
Hay espacios peatonales de diversas clases. Si nos vamos a un estrecho callejón o a una plaza recoleta de Sevilla, donde se prohíbe la circulación motorizada, el espacio peatonal es frecuentemente solitario y silencioso. Si se oye el trino de los pájaros urbanos y el rumor de una fuente, nos embarga una sensación placentera y tranquila, como de pueblo con sabor a campo.
Hay también sendas peatonales que atraviesan parques y jardines urbanos. Los olores y colores de la vegetación sosiegan nuestros cinco sentidos, de tanto olor a combustible, de tanta capa de ozono y humo, de tanto gris asfalto, de tanto ruido de tráfico, de tanto pavimento duro - aunque sólo nos demos cuenta cuando nuestros pies se alivian al contacto muelle y blando con la tierra y el albero-.
Subamos un grado en la escala. Hay exitosas calles peatonales y comerciales, como las de la Sierpes y Tetuán. Serían como las antiguas carreteras nacionales pero en peatonales, ya que han respetado el paisaje urbano preexistente, con sus estrechamientos e irregularidades heredadas. Pero su intenso tráfico peatonal las ha ido cambiando irreversiblemente. En ellas ya no hay veladores ni bancos donde charlar y sentarse a contemplar. La circulación peatonal es masiva y difícil en horario de compras… Hay sevillanos que no las pisan de Navidades a Reyes, cuando tienden, como dicen los ingenieros, al colapso técnico. A veces parecen circuitos de destreza en el andar, cuando se atascan con espectáculos callejeros, vendedores ambulantes, ONGs, publicistas o grupos que protestan,… Si queremos pasear tranquilamente por estas calles debemos cruzarlas al amanecer o de madrugada. Tanta gente para uno y otro lado hace que sean calles ruidosas y llenas de contrastes. Son cada vez más parecidas a los centros comerciales suburbanos, incluso con sus escaparates a la última moda y todos los letreros en inglés. Las tiendas expulsan masivamente frío o calor a las aceras, según la estación del año, que nos producen escalofríos. Las luces de neón se mezclan traicioneramente con la luz natural e irritan a los fotófobos. Hay un olor a gentío y sudor humano inconfundible.
Y llegamos a la Avenida de la Constitución, la primera vía de gran capacidad e intensidad de tráfico de la era peatonal de Sevilla capital. La Avenida ha perdido, a diferencia de las calles comerciales antes mencionadas, su fisonomía y paisaje urbano anterior. Todo su diseño está condicionado a lo funcional: Llevar masivamente al centro histórico de la ciudad hasta más de diez mil personas a la hora en momentos punta. Para ello el pavimento es casi uniforme y rectilíneo en todo su recorrido. Su textura es increíblemente dura. Puro granito. Ha sido seleccionado para soportar el multitudinario y continuo trote y desgaste al que se le somete.
En sus escasos entre 20 y 30 metros de anchura ha de caber la circulación de todo lo que en el lenguaje políticamente correcto se considera peatonal, es decir, compatible con el que circula a pie, y dentro de lo que se incluyen: El Metro que no contamina, los coches de caballos, los ciclistas, los patinadores, los vehículos de discapacitados, los vehículos de emergencia, los vehículos de limpieza, la policía local y la policía nacional, los que transportan tenderetes ambulantes. La lista sería interminable. Asimismo, para que no protesten los gremios motorizados más afectados (taxistas, motoristas, vehículos de residentes y turistas,…), varias calles la cruzan de un lado a otro por donde pueden pasar los vehículos a motor, a pesar de lo masivo de su circulación peatonal propia, y con los evidentes riesgos que ello supone para la integridad física de los viandantes.
Los abuelos – que prefieren mayoritariamente ir en el tranvía - caminan rígidamente por esta Avenida y van muy, muy despacito, mirando para todos lados. Son una raquítica minoría. No hay madres sentadas ni niños jugando, ni mozos pelando la pava, como en los bulevares de antaño. Se los llevaría la marabunta muy lejos. Un paseante maduro, cuarentón largo, tiende a estresarse recorriéndola. De frente viene una quintacolumna de turistas en cerrada formación espartana. No se avista un hueco por donde pasar. Antes de desviarse mira hacia atrás, le pasa rozando un ciclista a 40 kilómetros por hora, y tras él un patinador, que agita furiosamente los brazos para esquivar a la chusma. Cuando ya se siente más seguro escucha un ruidito. En primera marcha, y sólo perceptible para mujeres murciélagos como su sobrina Cinta, viene el vehículo de la limpieza, y tras él la policía local y la policía nacional. Una vez que los ha dejado pasar llega a un cruce con otras calles. Se para y mira. Un coche de caballos, una moto y un taxi atraviesan impetuosamente de un lado a otro. El tranvía, que viene de frente, hace tocar su campanilla. Ni caso, se ve obligado a frenar. Detrás de él se detiene bruscamente un pelotón de ciclistas que seguían su estela a rebufo. Después recibe un empujón involuntario. Los turistas están haciendo fotos a la Catedral a diestro y siniestro y lo obligan a retroceder. Decide irse al extremo de la calle. Pero aquí la circulación es también difícil. Una hilera de jóvenes le ponen en la mano periódicos gratuitos y publicidad, o le incitan a apuntarse a tal ONG, lo quiera o no; un mendigo le increpa una limosna; un cantautor sentado en el suelo le hace temblar con su vozarrón, mientras saluda y le hace la archisabida mímica de ojos para recibir una ayudita. Más allá hay un nuevo atasco. Hippies urbanos ponen en los bancos sus bisuterías y artesanías de cuero. La juventud se amontona alrededor. Tras ellos hay un mimo que lo asusta al pasar, entre la risa del coro de espectadores que lo rodean, que estaban esperando que esto sucediera.
“No gruñas; la Avenida tiene una movida maravillosa”, le comenta su joven sobrino Jorge Ángel. “Uno se divierte mirando tantas cosas y personas diferentes, no como en las aburridas calles de la urbanización aljarafeña de adosados donde vivo. Si quieres tranquilidad sin sobresaltos vete allí…”
El clima de esta vía peatonal de gran capacidad e intensidad de tráfico es parecido al de la Taiga siberiana. Cuando hace frío éste se acrecienta con la gran extensión de piedra. Cuando hace calor, las piedras arden y apenas hay sombras para pasear fresquito. Cuando llueve fuerte, las piedras, tan impermeables como las de la Sierra Morena, se inundan y salpican agua, que nos empapan hasta las rodillas.
La Avenida tiene ahora colores poco naturales. La civilización de la imagen y el sonido parece haberse infiltrado subrepticiamente en el paisaje urbano. Hay tres colores principales: El negro de las catenarias del tranvía, y los sucios tonos grises y blancos del pavimento de granito. Es como si discurriéramos por dentro de un televisor antiguo y carente de colores vivos. La verde arboleda, aunque está naciendo, lo hace en estrechos alcorques y en rigurosa fila india, y no puede expandirse mucho pues el tranvía no podría circular. La escasa naturaleza vegetal se supeditará, pues, a las necesidades funcionales. En días solemnes y de fiestas, el ayuntamiento mitiga esta penosa impresión visual llenando parte del acerado con macetones de flores que visten llamativos colores, o poniendo banderolas en las farolas y postes.
La Catedral tiene una sábana publicitaria postmoderna, que anuncia su próxima operación resucitadora; Al menos, sus piedras dejaran de estar negras y enfermar de humos, y no morirán. Pasa el tranvía con una publicidad institucional para miopes que anuncia que “Sevilla es ecológica, y está llena de diversión, encanto y cultura”. Por un momento el paseante tiene la sensación de que la Avenida es un parque de atracciones al aire libre.