viernes, 27 de febrero de 2009

PAISAJES MEDITERRANEOS DE IDA Y VUELTA (19). LAS TIERRAS ALTAS DE LAS GRANDES ISLAS –CÓRCEGA, CERDEÑA Y CRETA-.

Los turistas que se embarcan en un crucero por el Mar Mediterráneo en el siglo XXI tienen la sensación de recorrer un mar tranquilo, donde abundan las islas con costas paradisíacas e idílicas y un paisanaje hospitalario, dócil y servicial.

Pero esto no siempre fue así. La novela de Nikos Kazantzaki ambientada en las tierras altas de la isla de Creta “Libertad o Muerte. Año 1911”, el relato del literato francés Gustave Flaubert “Viaje a Córcega. 1850” y el libro de viajes del novelista británico “Cerdeña y el Mar. 1922”, nos ofrecen una visión alternativa del paisaje de los territorios más recónditos de estas tres grandes islas mediterráneas, que hoy resulta difícil de imaginar.

Hasta el primer tercio del siglo veinte, internarse desde la costa al interior de estas grandes islas mediterráneas era un asunto complicado y peligroso. Los caminos eran un verdadero laberinto. Tenían la forma de sinuosas e interminables serpientes que trepaban por las laderas de los montes, dando vueltas y vueltas, con escalofriantes barrancos en las márgenes. Los ríos bajaban formando afiladas y profundas hoces y desfiladeros desde las cumbres situadas en torno a los dos mil metros, con nieves en invierno, a sólo cuarenta o cincuenta kilómetros.
Llegar al centro de una de estas islas podía llevar una o dos jornadas de viaje. Y éstas discurrían a través de un paisaje silencioso, solitario y sombrío. Entre un pueblo y otro podía haber horas de viaje, en las que podía no verse ni una casa ni un alma humana.

El paisaje vegetal era, no obstante, de una increíble belleza. Pero desanimaba que tras el puerto de un monte llegara un nuevo valle y tras un cerro, otro semejante. Sólo desde las más altas cimas se apreciaba el sorprendente mosaico vegetal de estas islas:

“Desde las cimas, cada ladera o valle aparece cubierto con colores de matices diversos, a través de los que podemos deducir qué vegetación los cubre” (Flaubert. G)
La vegetación va cambiando según vamos ganando altitud. Los pisos bajos de la montaña son más cálidos y soleados. Están cubiertos por el matorral mediterráneo. Matorral de plantas aromáticas como las jaras, brezos, tomillos, madroños, acebuches o coscojas, conocido como Maquis o Garriga.En estas islas se conservaba tan intacto que podía llegar a una altura de uno o dos metros y a una espesura de la maleza que recordaba a la selva africana.
En los parajes con suelos más profundos y menos alterados por el hombre (antiguos cultivos, carboneo y leña,…) aparecían los bosques de robles y alcornoques. DH Lawrence se maravilló de este último árbol, de su color café y su atrevida, roja y cambiante desnudez cuando se descorchaba. Junto a ellos aparecen sombrías pinedas. A Gustave Flaubert le embriagaba su perfumado olor a madera verde.
En los pisos más altos, y de ambientes más frescos y húmedos, aparecían castañares, pinos laricios y hayas, en las zonas más umbrías de los valles. De nuevo Gustave alaba los castañares, con su sotobosque de musgos y la sorprendente caída de sus frutos de trecho en trecho. Asimismo, todavía se pueden encontrar maravillosos bosques de pino laricio, donde algunos ejemplares pueden llegar a los 800 años de edad, y hayedos que te trasladan a montes célticos y pirineaicos.
Esta sensación, la de encontrarnos en algún rincón remoto de regiones atlánticas de raigambres célticas (Bretaña, Cornualles,…) es la que embargaba inicialmente a viajeros ingleses y franceses. Sus bosques tan bien conservados, sus parameras, sus malezas, el aire perfumado y silvestre, las extensas soledades donde reina la naturaleza.
Pero, al fin y al cabo, lo que más les sedujo fue el paisanaje, el habitante de las tierras altas de estas grandes islas, sin que ello fuera en detrimento de sus bellezas naturales.


El montañés de las tierras altas de las grandes islas tuvo unos rasgos físicos peculiares, que lo diferenciaban de otros habitantes del Mediterráneo.
El primero de ellos era su fuerte y robusta constitución física, producto de su continua vida al aire libre, transitando por un monte con fuertes pendientes, y dedicado a oficios duros y que exigían gran resistencia física como el pastoreo, el carboneo o la caza:
“Una camisa con mangas anchas dejaba ver sus enormes brazos, secos y nudosos, como ramas de olivo. Su altura era descomunal. Cercana a los dos metros (Kazantzaki, N).
Las mujeres no le iban a la zaga, pero destacaban, sobre todo, por otros atributos:
“Son mujeres altas, recias y de caderas anchas, con pechos grandísimos” (Lawrence, DH)

El siguiente rasgo que llamaba la atención era su abundante pelaje. Parecía como si se hubieran contagiado de la convivencia con caballos de áspero pelaje, cabras de larguísimas barbas blancas y negras, y ovejas de tupida lana:

Era un tipo apuesto. Pero al abrirse el chaquetón y desbrocharse la camisa, parecía que llevase una camiseta negra. Entonces me dí cuenta de que era su propio vello. Negrísimo e hirsuto como el de una cabra negra” (Lawrence. DH)

Sus cejas eran espesas. Su barba se extendía por todo el pecho. Tenía tantos kilos de cabelleras, bigotes y pelos que diez peluqueros a un tiempo no habrían llegado a librarles de ellos” (Kazantzaki, N).

Una tercera cualidad era el fuerte olor animal de los pastores:
Llevaba dos quesos en las alforjas y un carnero degollado al hombro. Todo él olía a saliva y chivo” (Kazantzaki, N).
“Olían a lana, a cabra y a hombre, con un hedor que llegaba desde lejos” (Lawrence, DH)


La eterna compañía de estos hombres eran las armas, más rústicas o perfeccionadas, en cuyo manejo se les instruía desde la más tierna infancia, pues era su modo de vida y su principal recurso de supervivencia:

“Los montañeses suelen llevar un arco y dos bastones. Uno es derecho y sirve para caminar. El otro es nudoso y retorcido, y lo empuñan cuando se ven en dificultades” (Kazantzaki, N).
“Como los tejones o los hurones, están siempre alertas y nunca dejan sus defensas lejos de sus manos” (Lawrence, DH)
“Siempre viajan armados, con el puñal sujeto al pantalón, en el bolsillo de la chaqueta, o deslizado bajo la manga”(Flaubert, G)
Su manera de hablar y expresarse estaba fuera de lo normal y llegó a asustar a los viajeros civilizados:

Emiten unos alaridos rarísimos, antinaturales, muy agudos, impronunciables para un ser humano corriente, con los que diseminan sus ovejas o espantan a las vacas. Es la señal acústica más extraña que he oído nunca” (Lawrence, DH)
“Excitan a sus caballos con gritos innobles, que más bien parece que están moliendo a un hombre a palos” (Flaubert, G)
Algunos de estos viajeros se atrevieron a resumir la psicología propia de los habitantes de las tierras altas insulares del Mediterráneo:

Cientos de años de persecuciones, asedios, batallas y hambres, y el peligro de la piratería o la plaga de la malaria (tan comunes en las tierras bajas), los han llevado a refugiarse en las zonas más altas e inaccesibles de estas islas. Su modo de vida aislado en pequeños pueblos muy distantes entre sí, su prolongada soledad en los montes guardando el ganado, han forjado un carácter duro y curtido” (Kazantzaki, N).
“Los corsos son hombres de impulsos puros y pasiones ardientes. Nada hay tan desafiante como la mirada de un corso. Desde que te divisa a lo lejos se fija sobre ti su mirada de halcón, te aborda con precaución y te escruta por entero. Si tu aspecto le agrada te tratará de igual a igual, y será franco y leal contigo hasta la muerte” (Flaubert, G)
“El sardo es abierto, viril y directo. Rebosa una áspera vitalidad. Mira a los objetos con desconfianza, los olisquea con curiosidad. Se semeja a un perro asilvestrado, pues también es capaz de obedecer y mostrar afectos” (Lawrence, DH)
Hasta la actualidad han conservado ciertas fiestas populares medievales muy originales.

Algunas están relacionadas con la habilidad a caballo. Así, en una un grupo de jinetes enmascarados deben ensartar al galope una estrella de hierro, introduciendo sus espadas en un pequeño orificio. En otra, los jinetes han de dar cinco vueltas en torno a la fortaleza de un empinado santuario, compitiendo las banderas que representan al cristianismo y a los turcos. Siempre ganan los primeros, que antes son bendecidos por el sacerdote y otras autoridades.

Otras tienen que ver con el mundo del toro. En estas islas hay pueblos que lidian becerros traídos en barco desde España, usando una de sus plazas como coso improvisado.
Hubo otros juegos más sensuales, casi paganos, relacionados con el ganado doméstico y las mujeres:
Los pastores se distraen con el ganado, dando gritos salvajes a los animales que se desmandan, danzando al son de una flauta o tamboril que ellos mismos se fabrican. Incluso, cuando machos cabríos y carneros se ponen en juegos amorosos con las hembras en celo, los pastores se desnudan y se ponen a su alrededor, dándoles gritos cariñosos y de ánimo” (Kazantzaki, N).
“Durante el carnaval se forman numerosas parejas de jóvenes que van disfrazados y cogidos de la mano. Pero son todos hombres, que se rellenan el interior del vestido para dar turgencia al busto y caminan a pasitos cortos, con mucho miramiento, como muñequitas. Y cuando pasan al lado de verdaderas mujeres las aturrullan con gritos salvajes y obscenos, acabando frecuentemente estas chanzas en golpes y refriegas” (Lawrence, DH)
Y otras con su carácter guerrero y pendenciero:
Las salvajes pasiones de estos hombres se expresan en el baile del carnicero. En él se utilizan toda clase de cuchillos, incluso grandes alfanjes, que entrechocan hasta que saltan chispas. A la vez, se desafían con rugidos y gruñidos que hacen pensar que su enemistad no es fingida” (Flaubert, G)

El vestido tradicional de sardos o corsos permaneció alejado de la ola homogeneizadora de la moda europea occidental durante siglos. Comunicaba el origen de su percha, las características de cada pueblo, la extracción social y el estado civil de su propietario.

Cada vestido era una pieza con unas peculiaridades, colores y formas que seguían reglas comunes en el dibujo y se diferenciaban en los detalles: vestidos para hombres y para mujeres, para las fiestas y para todos los días, para los ricos y para los pobres, para los pastores y para los pescadores, para las mujeres casadas, para las solteras y para las viudas.
El traje de luto de las mujeres, por cierto, era azul, y no fue sustituyéndose por el negro hasta bien entrado el siglo veinte. Las féminas solían llevar bajo las faldas sietes enaguas, de distintos tamaños y colores, cuyos bordes formaban bellas listas multicolores por encima de sus tobillos.
Los cinturones de los hombres eran otra de las prendas de vestir más elaboradas y curiosas. No servían para sujetar la ropa, para lo que estaban los botones. Eran el lugar donde se llevaba el puñal o la pistola, la munición, o las agujas e hilos con que se arreglaban gorros, vestidos o zapatos si se les estropeaban en pleno monte. La otra prenda masculina más sorprendente eran sus anchos y extensos copetones o “cubre jefes”. Estaban hechos de pelo de cabra recubierto con lana de oveja, y los usaban todo el año para caminar con cualquier inclemencia meteorológica, o dormir al raso bajo la “buena estrella”.
Otra prenda muy original eran las gorras, sombreros o turbantes. Algunas poblaciones usaban la clásica “barreta” y otras el gorro frigio, puntiagudo e incómodo. Otras empleaban el sombrero de paja o el de ala ancha. También existían lugares en que hombres y mujeres se cubrían con pañuelos que les cubrían la cabeza y cabellera, dejando sólo los ojos al aire libre, de modo parecido a los creyentes musulmanes.
Con todo, lo más sobresaliente fue la amplísima gama de formas y colores de su indumentaria. Los hombres tenían trajes de domingo completamente blancos, dorados o marrones, blanquinegros,…
Las mujeres usaban prácticamente casi toda la gama cromática combinándola de forma atrevida en sus vestidos: negros, marrones, morados de diversas tonalidades, azules, rojos, naranjas, verdes de muchos matices. Se podían usar colores planos, o combinarlo en listas o rayas o mediante decoraciones geométricas y florales.
Las mujeres estaban siempre tejiendo en casa cuando tenían algún tiempo de ocio en sus faenas diarias. De hecho, la dote matrimonial más común era una rueca de hilar.
De las proximidades se obtenían pieles que se curtían, lanas que se esquilaban a las ovejas, o el pelo de cabra que se trenzaba. También el lino y el cáñamo, que se cultivaban en las terrazas o bancales de los ruedos de los pueblos. Otros artículos se compraban en los mercados de las ciudades o a los vendedores ambulantes, como algodones, panas, terciopelos, tules o sedas.
Las mujeres, además de hilar y tejer, realizaban numerosos tintes de colores con minerales, plantas o jugos de los animales.
La cultura de la confección altimontana se extendía a numerosas piezas complementarias. No sólo vestidos, también encajes, bordados, filigranas, bisutería,…
En cada hogar se trasmitía de generación en generación el traje típico del lugar e incluso de la familia en cuestión. Para las mujeres incluía sombrero, pañuelo o velo; collares, broches, sortijas y pendientes; chaquetas; chalecos; camisas; delantales; faldas; enaguas; calcetines y zapatos. Los hombres tenían una indumentaria también bastante completa: capote, gorra, pañuelo o sombrero; chaqueta, chaleco, camisa, cinto, faja, calzones y polainas o zapatos.
En suma, los vestidos tradicionales eran de casi todas las formas y colores imaginables, siempre decorados por bordados preciosos y ricos detalles, muchas veces ornados por joyas que tan bien se adaptaron en una inteligente armonía de colores.
Posiblemente, tras su aparente crudeza y ferocidad, el tesoro más humano, cultivado y valioso de los habitantes de estas tierras altas de las grandes islas mediterráneas fuera su manera de vestir. Sus indumentarias tradicionales aún sorprenderían por su belleza y originalidad en las Plataformas de la Moda mundial desde Milán a Nueva York, como si fueran obra de un famoso e indiscutido modisto.

lunes, 23 de febrero de 2009

PAISAJES MEDITERRANEOS DE IDA Y VUELTA (18) LOS CRUCEROS POR EL RIO NILO (EGIPTO) EN EL SIGLO XXI.

Tras la mirada de Gustave Flaubert a mediados del siglo XIX y de Pierre Loti en el año 1907, cerramos esta miscelánea de viajes por Egipto a través del río Nilo con un reportaje de actualidad.

Para ello resumimos un reportaje realizado por el periodista FERNANDO MUGICA (Suplemento Viajes. Periódico el Mundo. Número 20. Mes de Mayo del año 2003):

Hay cuatrocientos hoteles flotantes que recorren anualmente el río Nilo desde El Cairo hasta Asuán. Estos barcos flotantes son silenciosos y apenas se nota su movimiento. Desde los camarotes se ven pasar las orillas que desfilan repletas de juncos y palmerales, pequeñas casas de adobe adornadas con colores chillones, arenales inmaculados o localidades llenas de bullicio. El techo de las noches, en la cubierta de popa, se puebla de estrellas y en el aire se siente un aroma tibio que invita al romanticismo.

La jornada para los turistas empieza muy temprano. No obstante, el hall ya está abierto, En él pueden proveerse de libros y publicaciones con imágenes y planos de la zona a visitar ese día y todo tipo de bronceadores y lociones antimosquitos.

A las cinco o las seis de de la mañana se visitan los templos faraónicos antes de que el calor del mediodía se vuelva insoportable. Un autobús te conduce a las pirámides y ciudades históricas. Las cámaras de vídeo y fotos comienzan a echar humo. En los lugares de afluencia masiva de visitantes hay guardias jóvenes vestidos de paisano entremezclados con los turistas que guardan sus pequeños, pero eficaces fusiles de asalto debajo de sus americanas, por la amenaza del integrismo islámico.

En los tenderetes a lo largo de todo el trayecto los vendedores conocen muy bien las necesidades de los turistas. Hay gorros de todos los tipos y pañuelos blancos, y más refrescos y botellas de agua fría y tabaco y collares y mecheros y rollos de película y más collares y chilabas, postales y papiros falsos, hechos con hojas de plátano e impresos en serie, y ¡todo a un euro!
Al mediodía o por la tarde, los turistas toman el sol y disfruta del silencio, tumbados en hamacas en la cubierta del barco. En una mesita baja, muy cerca, hay vasos sumergidos en un recipiente de hielo junto a botellines grandes de la cerveza local. A menos de dos metros una piscina con el agua fresca y limpia.
Cuando vuelven a sus habitaciones disfrutan de la luz y del paisaje, ya que da al exterior una inmensa ventana de cristal polarizado. Desde los butacones se puede contemplar todo el trayecto, después de haber ajustado la temperatura ambiente del aire acondicionado, degustando los refrescos y alcohol de la nevera particular. Después de la siesta todos repasan las compras del día y hacen cálculos de los regalos que faltan. Es imposible ir a Egipto y no volver cargado hasta los topes.Por la noche, la sala de fiestas está preparada para recibir a grupos de músicos locales, cuyos tambores y timbales competirán intermitentemente con la música disco
Algunos días salta la sorpresa y los guías organizan excursiones en falúa, esas barcas características y primitivas, con una gran vela puntiaguda. Es otra forma de ver el Nilo, introduciéndose por canales estrechos y apacibles, entre juncos y remansos. En un punto concreto el guía nos invitan a darnos un baño. Para sorpresa el agua está fría y produce un contraste formidable con el calor que desprenden los arenales cercanos. Para el regreso hacia el barco nos han preparado una pequeña aventura. Hay que hacer una travesía en camello en la que se recorren paisajes que bien pudieran haber servido como exteriores en la película Lawrence de Arabia.
El último día el grupo de turistas se dirige alegremente hacia el aeropuerto, con las alfombras, tambores, papiros, collares, chilabas, y todo tipo de avalorios. Tienen los rostros morenos, exhiben tatuajes atrevidos y conservan un brillo especial en los ojos.”

sábado, 21 de febrero de 2009

PAISAJES MEDITERRANEOS DE IDA Y VUELTA: (17) EL DROMEDARIO O CAMELLO DEL NORTE DE AFRICA.

Durante veinte siglos el camello ha sido el vehículo por excelencia de las estepas y desiertos del borde sur del Mar Mediterráneo. Se presume que fue domesticado hace más de dos mil años en el Valle del Nilo.

Aparentemente su figura no es muy atractiva. No cuenta con la majestuosidad del caballo ni la elegancia de la gacela. Es bastante feo, tiene la cabeza aplastada, el cuello demasiado alargado, es desgarbado y chilla de manera ensordecedora día y noche.

Sin embargo, goza de todas las ventajas para caminar por el desierto. Repasémoslo más detenidamente desde la cabeza a los pies:

Tiene un gran cuello que puede girar fácilmente a ambos lados, evitando los ardientes rayos solares y su reflejo cegador en la tierra desértica. Sus ojos están guardados por párpados fuertemente armados de pelos y semicerrados, que lo protegen inmejorablemente de las tormentas de arena.

Existe el mito de que su joroba es su depósito de agua, pero no es tal. Tiene una sangre especial. Sus millones de glóbulos rojos almacenan más agua que otros seres vivos, de ahí que tenga suficientes reservas para estar sin beber durante diez días. Su piel dura y resistente es un gran aislante. Puede estar a la intemperie soportando temperaturas diurnas de hasta 50 grados y heladas nocturnas en que el termómetro baja a los 10 grados bajo cero.

Sus piernas, increíblemente largas y flexibles, le ayudan a andar por la arena más rápido y con menos fatigas que a otras criaturas. Sus pezuñas son duras, y no se resienten de pinchos y púas, ni puntiagudos pedregales. Pero, a la vez, están hechas a modo de almohadillas. El camello apoya y levanta sus patas del suelo suavemente y casi sin hacer ruido.



La psicología del camello es muy peculiar. En general, es un animal independiente, terco y malhumorado. Comienza a emitir roncos gritos cuando ve acercarse al jinete con la monta. Si se enfuruña es capaz de cocearle y morderle. Es indiferente a caricias y otras expresiones blandas de afecto. Pero, para caminar por el desierto, necesita verse acompañado por la brida fuerte del camellero, y el repiqueteo constante de sus pies contra los lomos, incitándolo a trotar. Su fidelidad es proverbial. Es capaz de caer muerto, extenuado de cansancio, antes que pararse. No obstante, los hombres del desierto intuyen cuando están excesivamente cansados, pues entonces sus cuerpos despiden un sudor particular, dulce y aceitoso.

El camello, después de varios días sin beber, es capaz de tragarse hasta 100 o 120 litros de agua hasta saciarse al cabo de una hora ininterrumpida de borrachera acuosa.

Sin embargo, necesita comer diariamente todo tipo de ramas, hojas o hierbas, que va rumiando pausadamente a todas horas.

En la estación seca se adapta a todo tipo de pasto, aunque tiene una gran intuición para elegir plantas cuyo interior es rico en agua y en sal, no elude las más pinchosas, cuyo roce soporta con su duro hocico, ni las más amargas. En la estación de las lluvias devora las hojas altas de arbustos como las acacias, a donde no llegan otros competidores como toros, vacas, ovejas o cabras.


Hay dos tipos de camellos: de carga y de monta.

Los ejemplares más grandes, fuertes y corpulento, aunque también de psicología más simple, se eligen para la carga. Bastan tres días de entrenamiento para que estos camellos sean capaces de transportar hasta 250 kilos de peso el resto de sus días.

Un camello de carga camina al paso, a una velocidad de tres o cuatro kilómetros por hora, hasta 12 horas al día. Supone recorrer 40 kilómetros al día, con cientos de kilos a sus espaldas. Estos viajes pueden durar, en trayectos de ida y vuelta, hasta dos y tres meses. Cuando retornan a su punto de partida están tan enflaquecidos y escuálidos que se les deja descansando el resto del año, engordándose con buenos pastos.


La silueta más común del camello de carga es la de la caravana ya sea comercial, familiar, de bodas o de altos dignatarios.

Las caravanas comerciales han transportado secularmente mercancías entre puntos alejados. Por ejemplo, dátiles de los oasis o sal de los grandes yacimientos del interior del desierto del Sahara, que eran cambiados por otras mercancías en los mercados de las ciudades del Norte.

La caravana familiar tiene como principal finalidad transportar a los miembros de cada hogar y sus viviendas móviles (aduares o tiendas de campaña) de un lugar a otro cuando escasean el agua, la leña y los pastos. Para ello, sobre los lomos y las espaldas del camello se carga la casa rodante. Palos y cueros del aduar, cofres con vestidos y muebles, esteras y mantas, alimentos y odres de agua e, incluso, en unos sacos de lana, asoman las cabecitas de los niños de pecho. Es tal la carga que llevan que los jóvenes y adultos van a pie a su lado, o montados en caballos y pollinos.

Las caravanas de las bodas y, sobre todo, de los altos dignatarios, destacan por sujetar `palanquines cerrados y cubiertos con sedas y telas vistosas, y estar enjaezados los lomos de los camellos con armaduras brillantes de oro y plata, mientras sus cabezas se decoran con plumas.


El camello de monta es el preferido por el hombre del desierto. Se eligen ejemplares no demasiado grandes y de una inteligencia viva y despierta. Tras una educación que puede durar hasta seis meses, se convierten en compañeros inseparables de sus dueños durante sus dieciséis años de vida media. Estos camellos pueden correr al trote, a una velocidad de 8 a 10 kilómetros por hora, durante media jornada. Los equipajes de los camellos de montas son ligeros. Los camelleros sólo llevan lo mínimo e indispensable en la bolsa de cuero atada al lomo donde da la sombra. Un trozo de pan de azúcar y un martillito para romperlo, un odre de agua, una bolsa de té verde, tabaco para mascar, una jarra y unos pequeños vasitos de cinc, un hornillo, una yesca y un poco de carbón vegetal.


En los siglos XIX y XX el camello de monte fue modernizando sus usos por la influencia occidental. Napoleón Bonaparte lo convirtió en unidad de vigilancia e intervención rápida del ejército francés, servicio de correo e incluso ambulancia animal (con unas camillas de mimbre atadas a su joroba). Hoy día, el número de bereberes se ha reducido a algunos miles. La mayoría han cambiado el camello por la camioneta japonesa o coreana, la tienda o aduar por la casa de cemento o ladrillo, y han ido pasando del pastoreo y la agricultura a faenas asalariadas.


Antes de que los ingenieros de caminos, canales y puertos trazaran la moderna red de autovías y carreteras que atraviesa el desierto, sólo existía una enmarañada red de caminos de ida y vuelta, trazada espontáneamente por el tránsito, más o menos masivo, de hombres y animales.

En la cúspide de esta jerarquía de caminos figuraban las pistas de las caravanas y camellos de monta, que dejaban una honda huella y eran más anchas que el resto. Le seguían los caminos transitados habitualmente por rebaños de ganados (toros, vacas, ovejas y cabras) en busca de pastos. Por el contrario, en los parajes más inhóspitos, como terrenos montañosos y escarpados y lo más profundo del desierto, sólo había una densa red de senderos, tan estrechos como la palma de la mano, en los que era difícil orientarse.

Los viajes se contaban por sus días o meses de duración, y sus áreas e descanso eran las aguadas (pozos, oasis, lechos de ríos o ueds). Conforme el desierto se hacía más profundo se iban espaciando cada vez más las aguadas y las márgenes de los caminos cobraban un aspecto tétrico e inquietante. Proliferaban los esqueletos blanqueados de animales y seres humanos muertos por la sed, aparecían frecuentes tumbas de piedra, iban desapareciendo plantas y animales a excepción a algunos escarabajos y serpientes, y merodeaban a los viajeros aves rapaces como los buitres y animales de rapiña como hienas y chacales, a la espera de algún cadáver.

Con todos estos inconvenientes y peligros jinetes y camellos aprendían esforzadamente a orientarse. En su memoria almacenaban fotográficamente y con todo lujo de detalles los caminos que recorrían, y eran capaces de recordarlos al cabo de los años. Si se perdían, no dudaban en orientarse durante el día siguiendo el curso del astro solar y la disposición de las montañas próximas, y durante la noche por la posición de las estrellas.

El camello, además de servir para la carga de mercancía y el transporte de viajeros, ha tenido otras utilidades. Con su pelo se hacían cintas, cinturones y esteras; la leche de camella era consumida habitualmente, e incluso dada de beber a potrillos jóvenes a falta de agua. Sus excrementos eran usados para encender hogueras cuando no había leña en los alrededores. El mismo camello y su montura se intercambiaban en caso de necesidad por otros artículos necesarios como el agua o los pastos. Incluso, como parte de la dote matrimonial el hombre debía entregar a la futura esposa un camello con su silla de montar.


La importancia del camello en la vida cotidiana se tradujo en una completa artesanía para aderezarlo, que aprovechaba los escasos recursos naturales disponibles. Las fustas se fabricaban con cuero de buey o ramas de palmera. Las trabas de los pies eran de sogas de fibra de palmera. Las bolsas de viaje, sandalias y sillas de montar se hacían con cueros de cabra. Las mantas de lana, de diseño multicolor, eran fabricadas por poblaciones como Timimum (Argelia), cuyos habitantes se dedicaban principalmente a esta labor.

Y, como colofón, el camello ha sido también instrumento de ocio y diversión de niños y mayores. Los primeros han jugado en su infancia con figurillas de paja y madera que representaban camellos y camelleros familiares, famosos y heroicos. Los segundos han llegado a organizar la versión desértica de los Juegos Olímpicos, los denominados “Juegos Bereberes”. Incluyen mercados de compraventa de ganado, concursos de raza, peleas entre camellos, concursos de acrobacias y equitación y carreras con jinetes.

lunes, 9 de febrero de 2009

PAISAJES MEDITERRANEOS DE IDA Y VUELTA. (15) LOS OASIS DE PALMERAS.

“Los ríos forman parte del yang: son fálicos y fecundadores. Los desiertos, en cambio, pertenecen al hemisferio del yin: son receptivos y, en contacto con el agua, extraordinariamente fértiles, sus vaginas siempre húmedas y hospitalarias se abren en los oasis y todo en ellos dunas, alcores, planicie, tibieza, espejismos, vientos preñados de arena tostada tiene forma y fondo de regazo de mujer.”

SANCHEZ-DRAGO, FERNANDO. La ruta de los oasis

Los oasis tan abundantes en el norte de África son un paisaje humanizado. Los árabes han sido los responsables de este modo de civilización agraria desde hace más de ocho siglos. En la etapa de los Almorávides (siglo XII), el matemático Ibn Chabbat ideó el sistema de irrigación por acequias que dio lugar a los grandes palmerales de los oasis, espacios donde se combina lo que modernamente se denominaría un parque periurbano con la plantación hortofrutícola y forestal.

La cultura del oasis y del palmeral se fue extendiendo por el borde sur del Mar Mediterráneo de Este a Oeste al mismo tiempo que el Islam. Ocupó, principalmente, los lugares más áridos de las tierras bajas, es decir, territorios secos, calurosos y bien soleados. Donde el relieve se encrespa y el frío hace su aparición por la altitud, lo sustituyen otros bosques como los cedros.

Los magrebíes dicen que las palmeras datileras tienen sus pies en el agua y la cabeza en el sol, porque necesitan inevitablemente agua y calor. El clima seco y caluroso hace que su desarrollo sea excepcional.”
Isabel Sagüés. Revista El Imparcial 4 de junio de 2008.

En todos los países del Norte de África hay exquisitos palmerales. En los grandes palmerales se superan los cien mil e incluso se puede llegar al millón de ejemplares. Silwa, Dajhla y Feirán y Dahkla en Egipto; Gabés, Tozeur y Nefta forman la trilogía de los grandes oasis de palmeras de Túnez. Gadamesh y Derdj son los grandes palmerales de Libia, en la región de Nezzan. Los alrededores de Marraquesh, Tafitalet, Tinherib y el Valle del Draa lo son del sur de Marruecos.
En el borde norte del Mediterráneo desaparece este paisaje, apareciendo sólo excepcionalmente en el antiguo reino de Al-Andalus (España), en los alrededores de Elche (Murcia), se conserva uno de los grandes palmerales musulmanes (fue plantado en el siglo XIII), con más de 500.000 ejemplares.

Los palmerales de los oasis sólo pueden seguir existiendo si la labor de irrigación del terreno que los ha creado se mantiene implacablemente.

La pista inicial para construirlos sería un rastro de vegetación que significaba que no muy lejos había agua y bastaba sacarla a la superficie; en otros casos el descubrimiento de fuentes o manantiales próximos. Sea como fuere, los árabes, expertos en el arte hidráulico en tierras áridas como las del Desierto Arábigo, exportaron todos sus avances en ingeniería hidráulica al norte de África.

Lo único que les faltaba para completar este milagro de aparición de tanta vida vegetal sobre el desierto era mano de obra abundante y barata, habituada a este clima seco y caluroso. Para ello recurrieron a la compra de esclavos negros subsaharianos, estando la capital de dicho mercado en la mítica ciudad de Tombuctú, considerada secularmente la capital del Sahara.

Si paseamos por un oasis en su interior hay una sensación de orden, limpieza e insistencia en aprovechar cada centímetro cuadrado del suelo, que manifiesta la huella del hombre y la civilización, y se aleja del orden espontáneo de la naturaleza. Durante ocho siglos se fue refinando la cultura campesina de construcción y organización del palmeral, pasando de ser una mera plantación arbórea a un espacio cuidado y explotado al máximo, desde el suelo al vuelo:

“(Valle del Draa-Sur de Marruecos) Bajo la bóveda verde de las esbeltas palmeras datileras, cuyas ramas se balacean, no hay un lugar desnudo. Toda la tierra está cultivada, sembrada, cuidadosamente dividida en infinidad de parcelas tapiadas, surcadas por una infinidad de canales que traen el agua y el frescor.
Estos palmerales son un vergel de varios pisos. Las palmeras se plantan cerca las unas de las otras y como resultado producen la sombra que requieren para crecer en un segundo piso los árboles frutales como albaricoqueros, las higueras, los granados y los naranjos. Un piso más abajo tienen vida viña y cereal, y la superficie del suelo es lugar para la huerta. Tomates, lechugas, zanahorias, pimientos o berenjenas se desarrollan a la suave sombra de las palmeras, protegidas de los ardientes rayos del sol por sus altos troncos y sus hermosas palmas.”

Foucault, Charles de. 1884. Citado en; Bataille, Michel. Marruecos. Ediciones Castilla. Madrid.1956.

No sólo hay vida vegetal, sino también una fauna particular de los oasis:

“Hay gran cantidad de pájaros que anidan en las arboledas, pero que los habitantes de los oasis no estiman ni su canto ni su plumaje, sino que los combaten con sus hondas. Su excesivo número podría acabar con los brotes jóvenes y las semillas.

En sus lagos ya casi no se encuentran cocodrilos, antaño frecuentes, pero si hay diversas clases de peces comestibles. Los que habitan en profundos pozos artesianos son ciegos pues nunca han visto la luz del Sol.”

BOWLES, PAUL. Cabezas verdes, manos azules. 1957.

A la fauna salvaje antes mencionada habría que sumarle una variada fauna doméstica de camellos, asnos, mulos, caballos, corderos y cabras,…

El suelo del oasis está compartido por los troncos de arboledas y frutales, los plantíos de los cultivos y una densa red de infraestructuras hidráulicas. Grandes balsas de aguas; lagos naturales y artificiales; ríos y sus represas; surgencias y manantiales; pozos y norias para extraer el agua de las profundidades, así como por una tupida red de acequias para distribuirlas por todos los terrenos.

Además, presentan determinadas infraestructuras y usos urbanos, que se integran armónicamente con los aprovechamientos agrarios:

“Pasear por un oasis es hacerlos por un edén bien cuidado. Las callecitas son limpias, bordeadas a cada lado con muros de barro aplastados a mano, de una altura que deja ver fácilmente la frondosidad circundante.

De cuando en cuando aparecen casitas de verano. Su arquitectura es caprichosa. Son palacios de juguete en miniatura, hechos de barro. Aquí los hombres toman el té con sus familias al caer la tarde o pasan la noche cuando hace un calor excesivo en la ciudad, o se juntan con sus amigos para cantar, bailar, toca las flautas, mientras comen almendras, beben té y fuman kilt y, además, se deleitan con el frescor del ambiente, el borboteo del agua y la fragancia del aire”.

BOWLES, PAUL. Cabezas verdes, manos azules. 1957.

El palmeral no sólo ha dado lugar a paisajes humanizados excepcionales y únicos, sino también a una cultura campesina singular que se manifiesta en la espectacular artesanía de la palma, con un sinfín de utilidades:

En otoño los recolectores se afanan haciendo piruetas en las palmeras para recolectar los preciados dátiles, sobre todo la variedad deglat ennour, dátiles translúcidos, dulces y jugosos, considerada la más sabrosa del mundo. Los dátiles siguen constituyendo hoy una parte importante de la alimentación de los tunecinos y tiene un alto valor simbólico para todos los musulmanes: tres dátiles y un sorbo de agua marca el final del ayuno de Ramadán.

SANCHO, ENRIQUE. Tozeur. Espejismos reales al sur de Túnez. La Gaceta. 15 de febrero de 2008.

“La palmera es venerada por sus muchas utilidades: frutos como dátiles y palmitos. Ramas y troncos de madera para cubrir los tejados de las casas y hacer vigas, fibra para tejer cuerdas y palmas para la cestería, para hacer cunas y otros muebles. Entre abril y octubre se recoge la linfa de las palmeras, llamada lághmi, una bebida fresca parecida al sirope y que fermentada se convierte en alcohólica.”

Isabel Sagüés. Revista El Imparcial 4 de junio de 2008.

Junto al palmeral se han construido desde hace siglos un tipo peculiar de ciudades-oasis, que han sido descritas magistralmente por Paul Bowles:

Los oasis son el alma del desierto. Siempre que se encuentran seres humanos hay uno cerca. A veces la ciudad está rodeada de árboles, pero por lo general está construida en las afueras, para no perder una pizca de tierra fértil en mera zona de vivienda.
Las calles se mantienen en la oscuridad construyéndolas debajo y dentro de las casas. Las casas no tienen ventanas en sus enormes muros, sino galerías que dan a patios interiores también muy profundos que se mantienen en sombra y, a la vez, permiten circular el aire.
A estas ciudades no han llegado todavía los turistas ni el proletariado trashumante de las grandes ciudades. Sólo las habitan humildes campesinos. Suelen poseer una parcela de tierra en el oasis y viven de lo que trabajan en ella. Además hay dos o tres tenderos que proveen de artículos raros en estos desiertos como azúcar, velas, té,… Europeos se ven muy pocos, algún tendero y militares y eclesiásticos”

BOWLES, PAUL. Cabezas verdes, manos azules. 1957.

Desde finales del siglo veinte las ciudades oasis del Norte de África se han puesto de moda.

Se están convirtiendo en uno de los principales atractivos turísticos de estos países mediterráneos, tanto por sus propios encantos como por formar parte de itinerarios turísticos especializados en sus respectivos países, o punto de partida para el turismo de aventura en el desierto mediante cuatro por cuatro, quads, motos, caballos, etc.

Con el auge turístico está cambiando su paisaje y paisanaje, adoptando esa cara bonita y agradable de parque temático que hay que vender, que tanto agrada al turista:

“Un rojizo hotel está plantado como un géiser al borde del inmenso palmeral, y ya todo va a ser merodeo urbano: el museo arqueológico, el mínimo zoco, la inevitable plaza, los cafetines, las mezquitas, los tejedores de alfombras, las artesanas del dátil, las chichas o narguiles, los asnos, los camellos... Una estructura, un modus vivendi, una filosofía, un esquema y un sistema que se repetirán, siempre iguales, siempre distintos, en todas las estaciones de mi viaje e incursión sahariana.”

SANCHEZ-DRAGO, FERNANDO. La ruta de los oasis

“(Oasis de Tozeur-Túnez) Cuenta actualmente con un curioso parque zoológico y un jardín botánico que parece extraído de un cuento de Las mil y una noches: El Jardín del Paraíso, donde se comprueba cómo le planta cara la vegetación del oasis al desierto, cómo a los pies de las palmeras crecen granadas, higueras, parras y varios tipos de legumbres.
En noviembre, acoge el Festival del Oasis, una reproducción de los festejos que tradicionalmente organizaban los pueblos nómadas que llena de color la ciudad: bailes marobout, trajes a la antigua usanza, tragos de lagmi y el rito de la recolección del fruto del árbol sagrado: el dátil de la palmera Jarid.

SANCHO, ENRIQUE. Tozeur. Espejismos reales al sur de Túnez. La Gaceta. 15 de febrero de 2008.
Con todo, el turismo tiene una limitada capacidad de acceso a muchos de estos oasis, lo que permite mantener, al menos parcialmente, las señas de identidad del paisaje, especialmente en las horas más serenas y menos concurridas de visitantes, el amanecer y el ocaso:

“(oasis el de Dakhla. Egipto): La aurora, diosa homérica de rosáceos dedos hace en este oasis amplio honor a su fama pintándolo todo, absolutamente, del susodicho color: la arena, el cielo, el horizonte, los fortines, los templos faraónicos, los penachos de los miles y miles de palmeras y los edificios que no ahogan ni fracturan ni esconden el paisaje, sino que brotan de él con la naturalidad y espontaneidad con las que crecen los árboles, los tubérculos, las hortalizas y la verdolaga en los bancales del oasis.
Se despliega ante mis ojos, la belleza absoluta, nada menos que el mayor espectáculo del mundo: il tramonto, el ocaso, la hora del regreso, el fin del quehacer del día... Quien no ha visto desaparecer el sol en el Sáhara tras la línea de crestería móvil dibujada por las copas despeinadas de las palmeras no sabe lo que es la dicha.

SANCHEZ-DRAGO, FERNANDO. La ruta de los oasis

(Nefta-Túnez-) No hay más ruido que el que proporciona el agua al fluir suave y constantemente. Cuando el calor aprieta, el murmullo del agua suena a música celestial. Trae promesas de alivios térmicos a una mañana iluminada por un sol de justicia. El agua es la vida misma de estos páramos que gracias al líquido elemento se han transformado en una sinfonía de tonalidades verdes que se plasman en el exuberante y frondoso jardín que habita bajo las palmeras. Sobre el brocal de un pozo, a la sombra de las higueras, es difícil aceptar que estamos a la orilla de un gran salobral y que poco más al sur empiece el Gran Erg Oriental cuyas dunas dan fin a todo signo de vida humana.”
ISABEL SAGÜÉS. Revista El Imparcial 4 de junio de 2008.

“(Tinehrib-Sur de Marruecos) Las palmeras son de un color verde azulado. Al recoger los dátiles, cuando los grandes racimos color naranja se apilan en la tierra, su color forma un estupendo contraste con el verde de las palmeras. Con el ruido del agua, el verde decorado que enmarca un acantilado seco y gris que lo rodea, nos sentimos trasladados a un paraíso de paz e intimidad. Esta sensaciones acrecienta al llegar a la “fuente de los peces sagrados”, que abastece al palmeral. El agua clara brota del suelo sobre una inmaculada arena, cubierta de piedras y plantas acuáticas, donde nadan muchos pececillos que son alimentados fielmente por los lugareños con dátiles, cuyos huesos se posan en el fondo”

BATAILLE, MICHEL. Marruecos. Ediciones Castilla. Madrid.1956.
Adobe, laberinto, pasadizos subterráneos, espléndida casa del vendedor de joyas y cerraduras de madera, terrazas, niveles escalonados, recovecos, mujeres ataviadas como si salieran de las páginas de la Biblia, varones con empaque de filósofo socrático, niños felices que chapotean en el aljibe de la libertad, moscas machadianas por doquier...
¿Se han bañado ustedes alguna vez, a la luz de la luna y de la amistad, en una albufera de aguas termales plantada en el corazón del desierto? Pues en Mut y cerca de Mut tendrán la ocasión de experimentar esa divina embriaguez.
Guisos de paloma y dulces de almendra, verduras y frutas de las de antes, ajenas aún al vendaval transgénico, telas tejidas con el hilo del viento, palmoteo los lomos de los burros, camino entre gallinas, entre conejos, entre pavos, entre pichones, entre mulas...
Todo está vivo, todo está agitado por la calma, nadie corre, nadie se inmuta, nadie frunce el ceño. Egipto tiene la fama de acoger los grandes palmerales, y el paisaje nacional se identifica con este árbol.

SANCHEZ-DRAGO, FERNANDO. La ruta de los oasis