sábado, 31 de enero de 2009

PAISAJES MEDITERRANEOS DE IDA Y VUELTA. (15) AGUAS MILAGROSAS. (1) EL RIO JORDAN.

Al Este de Jericó (Israel), poco antes de la desembocadura del río Jordán en el Mar Muerto, hay un delicioso remanso llamado Makahdet Al Hijla. Se trata de un pequeño meandro de agua en medio del desierto que no parece haber sufrido cambios en los últimos dos milenios. Permanece libre de edificaciones y es un paraje de gran belleza, sombreado por sauces y eucaliptos.

Capillas y monasterios de distintas religiones se han alzado milenariamente en las colinas circundantes. Desde ellos llevan bajando sacerdotes desde hace muchos siglos para administrar a sus fieles el bautismo por inmersión. Los etíopes venían celebrando este rito al ritmo de los tambores. Los egipcios coptos al cumplir los niños los cuarenta días y al ritmo del sistro (un instrumento musical antiguo con forma de arco o herradura, atravesado por unas varillas que se tocan con la mano), los ortodoxos griegos recurrían a una triple inmersión mientras cantaban antiguos salmos,…

Volviendo a este lugar donde se bautizó Jesús, hay que decir que, desde la guerra de 1967, es una zona militar cerrada, rodeada de campos minados, frontera entre Israel y Jordania.
Las autoridades israelíes abren sólo la orilla de su lado del río Jordán, y únicamente para los católicos, durante el último jueves de octubre de cada año. Miles de fieles acuden entonando salmos en una procesión de ambiente festivo, aunque está vigilada estrechamente por el Ejército . Participan en una misa que se abre con una petición por la paz en la región. La homilía recuerda el pasaje del Nuevo Testamento que reza: Juan predicaba, diciendo: “Detrás de mi vendrá el que es más poderoso que yo, y yo ni siquiera soy digno de ponerme a sus pies para desatar la correa de sus sandalias. Yo los he bautizado a ustedes con agua, pero él los bautizará con el Espíritu Santo”. En aquellos días, Jesús llegó desde Nazaret de Galilea y fue bautizado por Juan en el Jordán. Y al salir del agua, vio que los cielos se abrían y que el Espíritu Santo descendía sobre él como una paloma; y una voz desde el cielo dijo: “Tú eres mi Hijo muy querido, en ti tengo puesta toda mi predilección”» Mc 1,7-11.

Tras la misa los peregrinos ascienden al Monte de las Tentaciones, donde, según la tradición, Cristo pasó cuarenta días y fue tentado tres veces. En este lugar se oficia una nueva misa y se da por terminada la peregrinación.

Como sólo hay un pequeño embarcadero, que no está preparado para baños multitudinarios, la muchedumbre tiene que emular a Jesús bajo el agua de duchas y varias zonas preparadas para la celebración de las ceremonias bautismales, con el fin de que distintos grupos puedan realizarlas simultáneamente. Eso sí, hay junto al embarcadero hay una enorme tienda de recuerdos.
Además, los padres franciscanos, custodios de los Santos Lugares, son los encargados de hacer acopio de varias garrafas de agua, que se encargarán de purificar y distribuir entre los creyentes que acuden a su convento en la ciudad vieja de Jerusalén. Esa misma agua, metida en pequeñas y antiguas botellas con la insignia de la Cruz de Tierra Santa, símbolo de la Custodia de los franciscanos, se envía a la Casa Real española cada vez que nace un nuevo miembro.
En la otra orilla, las autoridades jordanas han acondicionado un parque arqueológico bautismal. El 6 de enero, día en que la iglesia ortodoxa celebra la festividad de San Juan Bautista, acuden en procesión miles de cristianos de las iglesias griega, Siriaca, Etíope y Copta. Las mujeres van vestidas de riguroso negro o con túnicas blancas adornadas con cruces. Además de mojarse con la venerada agua del Jordán y recogerla en botellas, los peregrinos encienden velas, rezan y piden la bendición a los popes, que les dan a besar sus cruces o, incluso, una paloma blanca.

jueves, 29 de enero de 2009

PAISAJES MEDITERRANEOS DE IDA Y VUELTA. (14) LA CIUDAD DE LAS PIELES. KASTORIA (GRECIA)

Érase una vez en el siglo XV un pueblo de montaña, arrinconado en el noroeste de Grecia. Por el pasaban las rutas de caravanas que desde Venecia y el Mar Negro se dirigían a Constantinopla (Estambul) y retornaban tras haber intercambiado las mercancías de Oriente y Occidente. Algunos habitantes del pueblo, dada las menguadas rentas que les proporcionaba la agricultura, se hicieron mercaderes de pieles. Traían y llevaban las pieles de martas cibelinas, zorros plateados, visones, etc, de Europa a Oriente Medio y Asia. Una o dos veces al año los peleteros enviaban a Constantinopla cargamentos de pieles confeccionadas y seguían a lo largo de todo el Imperio Otomano, con caravanas de hasta cuatrocientos camellos, vendiendo pieles confeccionadas y comprando pieles de animales.

A partir del siglo XVII el negocio de las ventas de las pieles se complementó con el que suponía la recogida de los retales de piel que los fabricantes desechaban. Al principio los mismos peleteros se los regalaban, luego, visto su boyante negocio, se los vendieron, pero a un precio mucho más bajo de la piel obtenida mediante la cría o la caza de estos animales.

A principios del siglo XX se produjo un nueve despegue de la peletería de Kastoria. Miles de sus habitantes emigraron a grandes ciudades de Europa (Berlin, Roma, Paris o Londres) y Estados Unidos (Nueva York, Chicago o Los Ángeles), pero se mantuvieron fieles a su oficio tradicional.
Dentro de estas inmensas urbes crearon pequeñas tiendas donde vendían las pieles de Kastoria y compraban los restos o retales de pieles de las fábricas y tiendas de moda. Estos retales, en grandes sacos, se los enviaban a sus familiares de Kastoria, para que con ellos confeccionaran, de nuevo, prendas de piel. De muchos lugares del mundo acuden a Kastoria negociantes a comprar estas pieles, hechas con retales y residuos de las pieles auténticas, pero mucho más baratas que éstas. Un abrigo así confeccionado cuesta la mitad o menos, del precio de uno hecho con pieles enteras.

A mediados del siglo XX los industriales dieron otro paso adelante. Ya que estos animales son cada vez más escasos y difíciles de cazar, pues ahora son especies protegidas y viven en parques naturales, dediquémonos a criarlos, y mercadear de nuevo con pieles auténticas. Y de esta manera, comenzaron a proliferar en las cercanías de la urbe inmensas granjas donde se crían miles de zorros plateados y azules y visones.

En el año 2000 este distrito industrial produce casi todas las pieles griegas y controla el 10 por ciento del comercio mundial de la piel.

Sin embargo, Kastoria se está convirtiendo en una ciudad turística. Actualmente sólo se mantienen las oficinas y sedes centrales de las grandes empresas peleteras, y menos de la mitad de los talleres y fábricas. El resto está esparcido por un sinfín de pequeñas aldeas de la región de Macedonia, donde las mujeres trabajan la piel por encargo y a destajo en sus hogares, en condiciones que a veces rozan la economía sumergida, y a precios más baratos que en la antigua ciudad industrial, ayudando a completar los ingresos de los humildes agricultores.

Sea como fuera, nos queda la huella de una peculiar ciudad mediterránea, cuya trama urbana se ha organizado secularmente para esta actividad peletera. En primer lugar, las pieles obtenidas de las granjas cercanas se ponían a secar en zonas periféricas destinadas exclusivamente a esta finalidad. También había calles donde se amontonaban los hasta dos mil talleres que hubo, dedicados hasta a tres actividades. En las primeras de estas calles había talleres dedicados exclusivamente a clasificar los 500 kilos de trozos de retales de cada saco en hasta doscientos tonos de negro, blanco y marrón, de distintos tamaños, que luego se embalaban y enviaban al siguiente distrito. Este era el de los talleres y calles donde se encontraban los recortadores de pieles, que le daban la forma deseada. Había otras calles donde proliferaban los talleres de las cosedoras, supervisadas por expertos diseñadores. Al respecto, llama la atención que se utilizaban hasta quinientos kilos de retales para obtener 3 0 4 kilos de mantas, abrigos o vestidos de piel. Por último, surgieron también algunos artesanos artistas que utilizaban la piel como materia prima para sus cuadros. Así, es famoso en Kastoria el cuadro del Rey y del Primer Ministro turco realizado en el año 1920, con motivo de su visita a la localidad, usando exclusivamente retales de pieles, que se conserva en el Museo Municipal.

La destreza alcanzada en el oficio se mantiene todavía mediante una escuela profesional oficial. Durante dos años se imparten cursos a varios cientos de alumnos, que permiten conocer hasta el último secreto de la confección de pieles. Hay, asimismo, una asociación de peleteros de la ciudad que controla la calidad de las prendas.

En la última mitad del siglo XX la ciudad de Kastoria ha progresado rápidamente. De ser una aldea se ha convertido en una próspera ciudad media (en torno a los cincuenta mil habitantes).

Al cabo de los siglos las ganancias de los industriales han transformado una humilde aldea agrícola en una atractiva ciudad turística de estilo bizantino. Con los beneficios de los negocios peleteros se ha financiado la construcción de alrededor de medio centenar de iglesias bizantinas en los últimos cinco siglos, todas de ladrillo rojo, que atraen al curioso visitante; también, hospitales, gimnasios o escuelas. Y, más recientemente, hoteles, apartamentos y grandes superficies comerciales y de ocio, que le dan una inusitada imagen de modernidad.

No obstante, todavía, coincidiendo con la fiesta del patrón del gremio, San Elías, que se dice que subió al Cielo vestido con una piel de cordero, se celebra una Feria Internacional donde se pueden ver los trabajos más originales y sorprendentes de la moda de la piel.

domingo, 18 de enero de 2009

PAISAJES MEDITERRÁNEOS DE IDA Y VUELTA (13) EGIPTO ANTES DE LA LLEGADA DEL TURISMO DE MASAS 1847-1887

Desde tiempos napoleónicos a finales del siglo diecinueve Egipto se va poniendo de moda en los países europeos, con el progresivo descubrimiento de los tesoros artísticos y arquitectónicos de los Faraones.

Acuden a recorrer el río Nilo y las ciudades antiguas y modernas que lo rodean gente muy variopinta, cada vez en mayor medida. Arqueólogos, científicos, literatos o, simplemente, viajeros por puro placer. Se generaliza una pasión común: conocer la tierra que fue cuna de la Civilización Occidental.

Traemos a estas líneas las impresiones de dos libros de viajes, el “Viaje a Oriente. Egipto” del literato francés Gustave Flaubert (1850) y el “Viaje por el Nilo” del alemán E.V. Gonzenbach (1887).

De este último extraemos un párrafo que resume como se concebía entonces el turismo:

“La monotonía del viaje se ve interrumpida por el cambio continuo del aspecto de las márgenes, las frecuentes excursiones por tierra a las poblaciones próximas, los polémicos intercambios con la población nativa, la excitación de la caza, y la lectura y correspondencia”


Los vientos reinantes eran un elemento fundamental del viaje por el río Nilo. A las seis de la mañana se despertaba una ligera brisa, suficiente para pequeñas barcas, pero no para las de mayor tamaño. El mejor era el viento del Oeste, que permitía navegar a vela en las dos direcciones. Si predominaba el viento del Norte se podía subir fácilmente, y si lo hacía el viento del Sur las condiciones eran inmejorables para navegar hasta la desembocadura. El más temido era el viento del Desierto o Jamsin. Elevaba la temperatura como si de un horno se tratase y podía ir acompañado de tormentas de polvo y arena que interrumpían cualquier navegación. Las nieblas eran también peligrosas para la navegación, y frecuentes en invierno.

Un segundo aspecto a tener en cuenta para navegar era el propio cauce del río. Curiosamente los mayores peligros estaban en verano y en dirección a la desembocadura. Las aguas eran a veces tan bajas que surgían invisibles islas de arenas en las que los buques encallaban fácilmente.


Además de las islas de arenas, más frecuentes cuanto más próximas a la desembocadura, había cortados naturales donde el río discurría encajonado y veloz, por no haber podido arrasar las duras rocas del entorno. En ellos había que navegar lentamente, con celo y prudencia, para evitar chocar con las orillas. Estos cortados tenían numerosas oquedades naturales donde había grandes familias de cuervos marinos, querenciosos de dichas cavidades. En estos estrechamientos turbulentos eran frecuentes los cocodrilos que no dudaban en acechar a las pequeñas y planas embarcaciones, y había que ir con el arma preparada.

Se caminara a pie o se fuera en barco los cantos de la población local eran constantes. Los tonos de los remeros servían para impulsar los remos adelante y atrás. Los camelleros terminaban sus cantos con una expresión gutural y silbante que excitaba el trote de los dromedarios. Los días terminaban con los guías cantando en torno a la hoguera.

Para aprovisionarse de víveres había que parar cada cierto trecho. Se dudaba de la calidad del pan fabricado, por lo que había que ir a una población con mercado de trigo, adquirirlo e ir a cocer el pan.

Lo primero que llamaba la atención de las márgenes del río Nilo era el gran espesor, de decenas de metros, del humus o suelo negro y fértil, acumulado milenariamente por las crecidas e inundaciones, gracias a lo cual aquél país no era un desierto. Los campos cultivados sucedían sus aprovechamientos desde la orilla al desierto. Huertos, campos de arroz, caña de azúcar o maíz, campos de cereales, habas y otras leguminosas. Todos ellos se regaban con el agua extraída por norias y conducida a un inextricable laberinto de acequias y estanques. La única otra huella humana destacable eran los caminos rurales orlados por frondosas acacias, para defender a los paseantes del sol y el calor.

A lo largo del viaje, que podía durar hasta un mes, había tiempo suficiente para observar los infinitos matices de los atardeceres del archiverde de los campos cultivados contrastando con el cielo azul y el rojo escenario de fondo del desierto arábigo, o las distintas familias de palmeras que habitaban de norte a sur, de más de cien especies distintas. En cierto modo, la palmera era, junto con el adobe o barro, el árbol arquitecto de campos y ciudades. Sus troncos sostenían techumbres. Sus esteras alfombraban los suelos; y sus siluetas indicaban cualquier población o un oasis en el desierto.

La arribada de un buque con extranjeros a cualquier lugar atraía una variopinta concurrencia. Nunca faltaban los vendedores de infinidad de antigüedades. Esta actividad se estaba prohibiendo para evitar el expolio indiscriminado de las tumbas faraónicas, y ya entonces se hacían redadas en los almacenes de los clanes mafiosos que las coleccionaban y vendían ilegalmente. Aún más, por estos años se comenzaron a fabricar réplicas falsas en talleres clandestinos, a las que se le daba aspecto de antigualla con métodos caseros. En Luxor los había a docenas. Había también mendigos nadadores y portuarios, sastres y zapateros ambulantes que ofrecían repuestos y arreglos, un barbero con barbería portátil, incluyendo espejo, tijeras y toallas, y todo tipo de vendedores de artículos diversos. Llamaban la atención los muchachos que tenían serpientes amaestradas, los escupefuegos y comesables, y los prestidigitadores. Éstos eran capaces de transportar a largas distancias, ocultos entre los pliegues y bolsillos de sus túnicas, monedas y cubiletes, sables y cuchillos, conejos, pollos y pájaros vivos.

En las inmediaciones del río Nilo era frecuente contemplar caravanas que hacían a pie el itinerario. Las más humildes eran recuas de asnos y acémilas. Las había también a caballo y de camellos. Las familias de alcurnia llevaban a estos camellos adornados en sus flancos con abigarradas telas, plumas en sus cabezas, y palanquines dorados con cortinas sobre los lomos, donde iban las emperatrices.

Abundaban las escenas campesinas: Mujeres egipcias extrayendo agua con los cántaros y transportándolos sobre su cabeza en armónico equilibrio, sin ayuda de las manos, tan sólo con la frente y el cuerpo bien erguido. Asimismo, se sucedían los rebaños que acudían a abrevar por turno y los grupos de gente esperando pacientemente las barcazas para cruzar el río. En las poblaciones más industriosas se podían contemplar curtidores lavando y tiñendo pieles o ceramistas fabricando vasijas con el fango. Asimismo, había manufacturas de arroz, movidas por grandes norias de madera con engranajes metálicos, y hilaturas de algodón, movidas por caballos, y que se trenzaba manualmente por el trabajador de cada fábrica.

Las aldeas egipcias decimonónicas se acurrucaban bajo los palmerales. Las casuchas de adobe se apiñaban dando el aspecto de sombrías fortalezas. Muchas de ellas se deshacían con las fuertes lluvias, y se esparcían cenizas y escombros para secar el barro. A veces, como en el caso de los beduinos del Desierto, eran aduares móviles formados por tiendas de campaña en círculo. Estas poblaciones eran silenciosas y bucólicas. No había herreros, ni carreteros ni toneleros. Solamente los sonidos naturales de la vida campestre. El cantar del agricultor que extraía agua, los mugidos del ganado, el ladrido de los perros y el canto del muecín. Tenían, como otra de sus notas peculiares, la íntima convivencia entre hombres y animales. Éstos entraban y salían libremente de las puertas de las casas o circulaban por las calles, a su libre discreción: Búfalos, asnos, cabras, ovejas, pavos, gansos, perros y gatos, y aves mansas como las abubillas, escarbando en las basuras en busca de alimento. En lo alto de las casas se veían innumerables torres cuadradas donde están los palomares. Sólo el camello estaba siempre acompañado por el hombre.

Otra de las distracciones era la caza. En el río y sus inmediaciones se podía disparar a grajos y cuervos, mirlos acuáticos, tórtolas, halcones y águilas pescadoras. En las aplanadas islas había numerosos ánades, gansos y patos. Y, también, turistas invernantes más antiguos que los humanos, como cigüeñas, garzas, grullas y pelícanos. Tierra adentro, en las tierras cultivadas se cazaban codornices y urracas.

Y, en los lugares de transición al desierto, como era el caso de muchas excavaciones arqueológicas, zorros, hienas, chacales y lobos, que venían a capturar presas entre el ganado desde las montañas próximas. Lugares hoy visitados masivamente por los turistas como Gizeh, Memphis, Tebas o Luxor y Karnak, sólo eran objeto de visitas ocasionales de algunos cientos de extranjeros. Gran parte del tiempo sus ruinas estaban desiertas en medio de eriales o campos cultivados. Servían también de hábitat para murciélagos y aves diversas. Asimismo, eran frecuentadas como cazaderos por águilas, chacales y lobos. Acampar allí para pasar la noche exigía un buen fuego junto a la tienda de campaña, un vigilante con las armas preparadas o el cebo de alguna cría de ganado que distrajera la atención de los animales de rapiña. Los guías solían enterrarse en la arena en agujeros que cavaban a mano, para amortiguar el frío reinante, y se parecían entonces a las momias de sus antepasados.


El Alto Nilo, próximo a Assuán, era la única parte del trayecto que conservaba la vegetación ribereña, de bosques de mimosas y papiros. Mientras que en resto los campos cultivados llegaban prácticamente hasta la orilla.

La tarea de subir los sucesivos rápidos de las cataratas de Assuan, para poder acceder a la Nubia (actual Sudán), antes de la construcción de la Presa, era peligrosa y arriesgada. Decenas o cientos de fellahs tiraban con cables desde las orillas para remolcar hacia arriba las embarcaciones más pesadas. Otros escoltaban los flancos de la embarcación para que no chocase con escollos rocosos, o nadaban hasta los mismos y fijaban algún cable que ayudara a dirigirla entre estas turbulentas aguas. Solamente los naturales de la zona, que desde su niñez conocían íntimamente estos parajes, eran capaces de navegar sobre troncos de palmera, sirviéndose de las manos como remos, con los vestidos arrollados a la cabeza a manera de turbantes.

Una vez arriba, el viajero E.V. Gonzenbach, contemplando Egipto a sus pies, exclamó arrobado que “ni en las elevadas regiones alpinas, ni en el desierto es posible contemplar semejante espectáculo de la naturaleza”.

Tres lugares llamaban la atención del viajero en este fin de trayecto:

El primero era el Nilómetro. Se trataba de una edificación monumental, desde cuyas azoteas se anunciaba antiguamente por los faraones si el año iba a ser fértil o seco, próspero o de hambruna. Para ello, esta edificación continuaba varios pisos bajo tierra y se accedía a dicho subterráneo mediante escaleras labradas en la piedra. En ella había marcas de las aguas que indicaban las reservas de que se iban a disponer para las cosechas.

El segundo era el templo de Phile, construido durante las últimas dinastías de los faraones, era como un Partenón ateniense a la egipcia. Los faraones ptolomeicos se aliaron con artistas griegos para darle una magnífica ornamentación. Tallos y flores de loto finamente labradas trepaban por las columnas y los frisos los ocupaban serpientes enroscadas unas con otras, y representaciones gráficas de la vida, pasión y resurrección del Dios Osiris. Los techos estaban decorados por una tribu de buitres con corona y cetro, por ser el ave heráldica de los faraones. Este suntuoso santuario era único en su género, y posiblemente estuviera vinculado a procesiones y rogativas pidiendo lluvias y buenas cosechas para todo el país. Otra de sus singularidades es que, lejos de observar la uniformidad de la arquitectura de las pirámides, tuvo una escenografía barroca. Su sucedían caprichosamente, al gusto del artista, escalinatas, templos, capillas y galerías.

La tercera atracción era la ciudad de Assuán, frontera entre la Nubia negra y el Egipto blanco. En ella confluían las caravanas de mercaderes del centro de África, del Mar Rojo y las que bajaban el Nilo desde Alejandría procedentes de Europa. Su bazar era de los más famosos y concurridos de la época. Tenía un paisanaje multirracial: Italianos, griegos, turcos, coptos, judíos, egipcios, beduinos y negros. A través del mismo se exportaban los afrodisiacos, cuernos y pieles de hipopótamos, rinocerontes y panteras, las plumas de avestruces, las artesanías africanas de marfil y cuero, y la demandadas pieles disecadas de cocodrilos, que ya eran un bien de lujo por su escasez.

sábado, 10 de enero de 2009

PAISAJES MEDITERRANEOS DE IDA Y VUELTA (12). LAS CIUDADES DE LA EPOCA DEL CABALLO.

Hasta el primer tercio del siglo veinte casi todas las ciudades mediterráneas eran ciudades de la época del caballo, pues la tracción animal, cuando no se iba a pie, era el principal modo de movilidad.

Las ciudades europeas, o borde norte del Mediterráneo, fueron invadidas por la marea de asfalto y automóviles entre los años treinta y setenta. Las calzadas se redujeron enormemente al ser convertidas en aparcamientos. El aire se fue contaminando de humos y olor a gasolina, y se fue llenando del ruido de los motores. El mismo paisaje urbano se metamorfoseó, como evoca el cineasta italiano Luchino Visconti, en la novela “Angelo” (año 1927), que trata sobre las memorias de su infancia en la ciudad de Piacenza:

Las fachadas de las casas tenían pequeñas puertas e, invariablemente, grandes portezuelas para cocheras, caballerizas y animales de labor.

A las habitaciones llegaba, desde la cochera y el establo, el sudor caliente de los caballos, el olor grasiento de los cueros de los arreos y el sabor acre de las camas de paja podrida.

El habitual campo de juego de mi infancia era el establo, donde me entretenía contemplando las arquitecturas caprichosas de los bultos de paja y heno, o me arrojaba sobre el escurridizo montón de avena rubia, movediza y brillante, que levantaba un olor penetrante como de rubio bocado de pan. En la penumbra suavemente dorada del granero, con la media luz de un ventanuco estrecho, ahogado por el polvo y las telas de araña, me tendía entre los granos fríos y duros, con la indolencia instintiva de un animal joven, abandonándome a una voluptuosidad inconsciente”

En el borde sur del Mediterráneo –o norte de África- fue mayor la resistencia a la motorización de las calles y plazas de las ciudades históricas.

La entrada masiva de camiones y vehículos, como otras modas e influencias de Occidente, se contemplaba hasta hace poco tiempo como un intento de invasión de otra religión, la cristiana, y sus ideas y modo de vida. Por el contrario, se tenía la firma convicción y el orgullo de que la ciudad histórica musulmana – a diferencia de las situadas al norte del Mediterráneo –había sabido conservar el aspecto de su etapa más floreciente: La etapa medieval del Islam.

Este fue el ejemplo de Fes (Fez, en castellano) en Marruecos. Habiendo alcanzado los cien mil habitantes a mediados del siglo veinte, aún se mantenía como una ciudad peatonal y para la tracción animal, con el beneplácito de muchos de sus habitantes. Así la describía el escritor nortamericano Paul Bowles en el año 1951:

“La ciudad (de Fez) mantiene intactas las murallas, en un estado de pureza, medieval, como serían las ciudades europeas mil años atrás… Hay viejos que nunca han visto un automóvil. Es una imposición voluntaria, como de protesta. Se mueven a pie dentro de la muralla entre su casa, las casas de los amigos, los zocos y la mezquita del barrio.

Fez es una ciudad pastoral. Es constante la presencia de objetos rústicos. Ovejas pastando en olivos y eriales, garzas y cigüeñas que vuelan desde los nidos de los alminares a las orillas de los ríos; huele a tierra elemental, paja, al azahar de los naranjos, al enrejado de juncos que cubre las calles; hay aromas a cedro, a madera, a la ubicua menta, a higos, y los familiares olores de cada establo. No hay ningún paisaje asfaltado. Es imposible andar más de unos cuántos pasos sin pasar rozándose con un asno, una mula o un caballo”.

viernes, 9 de enero de 2009

PAISAJES MEDITERRANEOS DE IDA Y VUELTA. (11) LA LLEGADA DEL TURISMO DE MASAS. EGIPTO (1907) EN LA MIRADA DE PIERRE LOTI.

A muchas personas les parece que la irrupción del turismo de masas en los países mediterráneos ha sido asunto reciente, pero no es tal. Aunque nunca alcanzó los cien millones de visitantes, hoy día es el primer destino turístico mundial, ya existía como moda minoritaria de la aristocracia y gente bohemia de los siglos XVIII y XIX, y el "Mar Nuestro" ya se convirtió en el lugar de turismo masivo de la burguesía de los países occidentales a principios del siglo veinte.

Así lo constata el escritor Pierre Loti en su libro de viajes “Egipto. El fin de una época”. Esta publicación tiene sus curiosidades. Ya entonces, las primeras edificaciones turísticas de estilo arquitectónico cosmopolita (los lujosos hoteles Palace o Palacio de estética modernista), llegan a lugares muy remotos, y quiebran la armonía de la arquitectura autóctona. A la vez, irrumpen otros elementos del turismo de masas como son: los barrios turísticos y sus paseos marítimos y fluviales, las tiendas de souvenir, los guías y cicerones locales, los primeros parques temáticos y los primitivos cruceros (marítimo y fluviales) que transportan masivamente a los viajeros extranjeros.

Claro está que aún había lugares para visitar que conservaban la naturalidad de su ambiente primigenio, con el encanto que de ello se derivaba. Uno de éstos era la necrópolis egipcia de Tebas:

“Tebas, la ciudad momificada, está rodeada aún de extensiones apacibles. En todos los contornos nada precisa nuestros tiempos modernos. Aquí y allá, entre las palmeras, solamente algunas aldeas de labradores, más allá campos de trigo que envuelven el bosque de palmas verdes y, detrás, la cordillera del desierto arábigo con una viva coloración coralina, todo debió ser similar en tiempos faraónicos”.

Sin embargo, ya había otros lugares donde la contaminación del turismo de masas había alterado este paisaje secular. Uno de ellos era Luxor:

“Este arrabal de la ciudad real, este otrora soberbio templo faraónico, aparece ahora empequeñecido por el Winter Palace (Hotel Invierno Palacio), un hotel colosal, precoz producto del modernismo, que parece haber germinado como por encanto a las orillas del río Nilo, Construido en zinc, yeso y tapial, sobre una armazón de hierro, desfigura lamentablemente la aldea árabe que todavía queda en pie, con sus casitas blancas, su pequeño alminar y sus palmeras…”

“El muelle junto al río es el embarcadero de una larga fila de cruceros turísticos, especie de cuarteles de dos o tres pisos, que infestan el Nilo hasta las cataratas de Asuán. Sus silbatos, sus motores de rueda y sus dinamos para la electricidad arman un intolerable estruendo trepidante. Las agencias, celosas por restituirles un cierto color local, les han dado apelativos como Sesostris, Amenofis y Ramsés El Grande.
Hay además remeros que nos invitan a pasear hasta la otra orilla en sus barcas, empavesadas con banderitas de algodón o papel, mientras nos entonan canciones indígenas acompañándose de un tambor”

“Cerca del hotel hay un zoco nuevo donde se vende todo eso con que se disfrazan los turistas: abanicos, cazamoscas, cascos y gafas azules. Y, a miles, fotografías de las ruinas faraónicas. Por añadidura, es la trastería del Sudán, con negros vendiendo viejos cuchillos, pieles de pantera y cuernos de gacela, e incluso de la India, con hindúes vendiendo sedas de Cachemira. Por su parte, los egipcios se dedican a vendernos féretros, supuestas momias y manos de muertos de misterioso aspecto y otras mil cosas inquietantes”

Al arribar a la ciudad de Asuán, fin de trayecto de estos cruceros turísticos a través del río Nilo, Pierre Loti queda admirado con la transformación de la ribera fluvial en un paseo marítimo de estilo británico:

“El muelle ha sido arrasado llanamente por un rulo, y a la sombra de una fila de árboles jóvenes plantados en buen orden, hay flores y un césped tirado a cordel, defendido eficazmente con alambres…
Cada cincuenta metros hay un agente de policía, que fija sus ojos vigilantes en todas las cosas. Todo está aquí numerado y rotulado: los burros, los burreros, los camellos provistos de sillas de amazonas, y sus paradas. Al otro lado del paseo se alinean los hoteles y las tiendas, todos a la europea, donde se puede ir a la peluquería o tomar un whisky”

De nuevo aparece el bazar, donde se amontonan las tiendas de souvenir, ofreciendo otros artículos que los turistas viajeros no hayan adquirido en paradas anteriores:

“Los tenderos de Asuán nos ofrecen los que dicen que son los últimos cocodrilos del Nilo, pendidos de la cola y embalados artísticamente con paja”

“El fútil espectáculo de las cataratas que formaba el río Nilo al llegar a Asuán han sido sacrificado por Albión (Inglaterra) al rendimiento que proporciona una presa artificial, de sólida mampostería, que reteniendo las aguas permite regar mejor y más ampliamente las tierras situadas más abajo… Esta presa también ha anegado la Isla de File, que pasaba por ser una de las maravillas del Mundo con motivo de su gran templo de Isis entre las palmeras. Aunque los turistas no tienen por qué preocuparse, en todas las librerías se venden bonitas postales en colores de cómo fueron estos paisajes antaño”

Un atractivo añadido es la cercanía, justo cuando acaba la población de Asuán y comienza el desierto, de un parque temático hacia el que pueden desplazarse cómodamente a pie los visitantes:

“A un egiptólogo inglés se le ha ocurrido, justo donde comienza el desierto, plantar grandes piedras con jeroglíficos, extraídas de las excavaciones locales. Están numeradas de la 1 a la 363 y forman un itinerario señalizado con flechas pintadas en el suelo. A cada visitante se le da una guía de mano donde puede traducir en inglés las antiguas inscripciones egipicias de cada una de ellas”

martes, 6 de enero de 2009

PAISAJES MEDITERRANEOS DE IDA Y VUELTA. (10) EL AGUA EN LA CIUDAD SEGÚN LA MIRADA DE ANTONIO MUÑOZ MOLINA.

La civilización mediterránea ha tenido, como una de sus señas de identidad, una forma propia de gestionar recursos naturales como el agua.

El escritor Antonio Muñoz Molina, recordando su infancia en su Úbeda natal, resume con esta bella y concisa frase cómo era la gestión ancestral del agua en la cultura mediterránea:

“El agua era tan trabajosa de obtener, que se administraba con una precaución en la que había algo de respeto religioso”

Hoy día el agua es casi invisible en las ciudades. Un complejo sistema de ingeniería hidráulica la trae desde muy lejanos embalses. Llega a nuestros hogares a través de tuberías subterráneas, y sale de la misma forma con dirección a recónditas depuradoras. Por el contrario, hasta mediados del siglo veinte el agua estaba omnipresente en el paisaje urbano y doméstico.

En la vida al aire libre, en calles y plazas, el agua era una mercancía cotizada. Había que comprarla (a los aguadores que la transportaban en grandes cántaros a lomos de sus burrillos) o ir a por ella casi diariamente:

“El agua se traía diariamente en cántaros de las fuentes públicas o de los manantiales cercanos. A las fuentes iban las mujeres con los cántaros apoyados en las caderas, y alrededor del caño había siempre, sobre todo, en verano, un rumor fresco de conversaciones, risas y zumbido de avispas”

El agua era, además, indispensable para la limpieza de las prendas de vestir y los hogares. Existían lavaderos públicos en muchas poblaciones, donde se congregaban las mujeres a lavar la ropa frotándola a mano. Otras utilizaban para tal fin las orillas del río o arroyo cercano. Sólo las que tenían un aljibe o depósito de agua en sus casas usaban el fregadero propio, instalado en el patio o la azotea. Dentro de los hogares, como ahora, los sábados eran los días de colada. Se precipitaban entonces a la calle pequeños torrentes espumosos de jabón. El fuerte olor a lejía y a polvos de blanquear invadía el aire y penetraba hasta el último rincón de las casas.

Las calles estaban construidas desde la edad media con dos ángulos inclinados y un canal en el centro de la calzada para evacuar tanto los vertidos domésticos como las aguas de lluvia. El agua que circulaba por la calle se oía siempre, con mayor o menor intensidad, en los hogares vecinos:

“Por el centro de las calles empedradas discurría un canalón con las aguas que se vertían desde los hogares, con las lluvias intensas el agua corría como un arroyo por el centro de la calle y descendía retumbado a las zonas más bajas”

En los prolongados meses de sequía y calor, el agua seguía estando presente en calles y plazas, pero de una forma distinta. Al amanecer o a la caída de la tarde se regaban azoteas, patios, aceras de la calle y el albero de plazas y jardines, para aligerar el calor acumulado durante el día. Lo hacían los propios vecinos y, algunas décadas después, camiones cisternas municipales que regaban cada calle, y lo ofrecían como un servicio ciudadano básico e indispensable, antes de que se generalizaran los aires acondicionados:

Los jardines, recién regados, tenían un olor a tierra que nos traspasaba una memoria súbita de las acequias (de las huertas próximas)”

“Las mujeres regaban con agua los pavimentos terrizos y empedrados de las puertas de sus casas, y sacaban sus sillas y butacas para tomar el fresco, organizándose tertulias entre el vecindario que se prolongaban hasta la madrugada”

La arquitectura de los pueblos mediterráneos estuvo asociada durante siglos al agua. En pequeñas islas y zonas más áridas, junto a cada vivienda había un aljibe, cada uno con su forma propia. Allí donde había un lago subterráneo, cada vivienda tenía un pozo en el patio. Y, dentro de las casas, el agua se almacenaba en el lugar más sombrío y apropiado, cuidándola como un tesoro que no había que desperdiciar:

En los lugares más frescos y en penumbra se guardaban los cántaros y botijos de barro, que tenían una protectora frialdad…”

“En casi todos los patios de las casas había un pozo de agua salobre, siempre transparente y helada”

La generalización de la moderna ingeniería hidráulica nos ha liberado de la servidumbre del agua próxima y escasa, y de su omnipresencia, a la vez que ha transformado drásticamente los paisajes domésticos de las casas tradicionales:

“Los grifos empezaron a entrar en las casas hacia los sesenta, en la misma época en que llegaban los televisores, nos empezaron a proveer sin esfuerzo de un agua corriente que parecía que nunca iba a faltar… al mismo tiempo se fueron encementando los patios, muchos pozos fueron cegados, y aquel agua salobre se perdió para siempre”

Pero no sólo llegaron los grifos y se encementaron los patios, sino que se fue perdiendo todo un utillaje y una artesanía secular para el almacenamiento y disfrute del agua en la ciudad mediterránea. La aljofifa fue cambiada por la fregona. El lavadero por la lavadora. El fregadero por el lavavajillas. El tendedero por la secadora eléctrica. El botijo por el agua conservada en el frigorífico. Y la tertulia vecinal al aire libre en las calles recién regadas en verano, por las largas veladas en soledad ante el televisor, con el aire acondicionado a plena potencia.

lunes, 5 de enero de 2009

PAISAJES MEDITERRANEOS DE IDA Y VUELTA.(9). LOS PUEBLOS CARACOL EN LA MIRADA DE GERMAN ARCINIEGAS.

No son raros los pequeños pueblos mediterráneos que han permanecido aislados en lo alto de un cerro hasta mediados del siglo veinte, conservando la fisonomía medieval en que se originaron.

En Andalucía los encontramos desde el este al oeste en lugares como Mojácar (Almería), Castellar de la Frontera (Cádiz) o Zufre (Huelva). Pero también los hay en otros países como Grecia o Italia.

A media hora de Roma se encuentra Montecielo o el pueblo caracol. Y le damos este nombre porque creció y se urbanizó adaptándose orgánicamente al caparazón rocoso en que se asienta.

El escritor colombiano Germán Arciniegas lo visitó (Italia, Guía para vagabundos, año 1957), antes de que el turismo masivo lo transformara, y nos dejó esta bella descripción:

En el tope del cerro, en ruinas, está el castillo arruinado del Señor feudal. Pero fue lo único que se desmoronó, la gente quedaron metidas entre las rocas.

A través de escaleras de caracol talladas en la piedra entramos en sus casitas de piedra. Unas son redondas, otras cuadradas, otras tienen torres, según el gusto de cada uno.

En sus fachadas, en vez de blasones tienen anagramas de Jesús y la Virgen Santísima. Lo más precioso son los empedrados en forma de circunferencia que les dan entrada. Adoquines cuadraditos y blancos, idénticos, como de tapicería. Parece que como las mujeres daban puntadas para hacer bordados, los hombres debían poner las piedras con el mismo primor. Las calles parecen cataratas de encaje. Donde hay un pequeño hueco en la calle hay flores. Geranios y claveles.

La vida del pueblo está anclada siglos atrás. Los hombres bajan diariamente con sus mulas a las minas de travertino que hay en el llano, y en las horas de labor sólo quedan viejos, mujeres y niños.

En la entrada del pueblo hay un Belvedere o mirador, con su baranda abierta al Valle y las campiñas cercanas. Los viejos están sentados allí fumando y silenciosos, tanto que se oye el rumor de la fuente.

Dentro del pueblo hay un convento de monjas donde las jóvenes estudian bordado. Las niñas, al salir, van esparciendo por las calles un rosario de saludos “Bona Sera”, con todo el que se encuentran, y es casi el único sonido que se escucha”

jueves, 1 de enero de 2009

PAISAJES MEDITERRANEOS DE IDA Y VUELTA (8) LUCES EN LA CIUDAD.

Uno de los cambios más espectaculares de la ciudad mediterráneo a lo largo del siglo veinte fue la invención y posterior generalización del alumbrado público a partir de la electricidad.

La luz eléctrica ha dotado a la ciudad de un paisaje artificial al que los habitantes se han acostumbrado, y sin él que posiblemente no podrían vivir tal como hoy lo hacen. A la vez, su presencia ubicua ha aminorado la naturalidad del paisaje urbano histórico, que era percibido a través de la luz de los astros:

“De noche es cuando la ciudad es más ciudad. Durante el día el sol o su luz se cuela por todas partes y, quieras o no, tenemos la naturaleza en casa.

Cuando se encienden las luces eléctricas, la ciudad es enteramente nuestra, es decir, enteramente artificial. Se forman ríos de luz procedentes de los faros de los automóviles, que discurren escoltados por los puntos fijos del alumbrado público y los puntos cambiantes y multicolores de los semáforos y rótulos publicitarios. Desde cualquier elevación la ciudad nocturna no es más que millones de puntos luminosos fijos o en movimiento, más densos y compactos donde se concentra el tráfico y la vida urbana.”

CONDESA DE CAMPO ALANJE. La flecha y la esponja. Editorial Arión. Madrid. 1959.

El impacto de la luz de las ciudades se observa nítidamente desde el espacio sideral, y los ecólogos lo han bautizado como “contaminación lumínica”. Los gobernantes, a la zaga de los anteriores, están ideando ordenanzas para disminuirla y, de paso, ahorrar gastos en las arcas municipales. Se han puesto de moda los alumbrados públicos y de semáforos con lámparas de bajo consumo energético, que proporcionan una luz más débil y difusa. Para el literato el impacto es más elemental. El hombre se ha ido alejando del disfrute de la naturaleza nocturna, e incluso se ha olvidado de ella, a medida que ha ido iluminando sus ciudades masivamente con electricidad:

“Mirar al cielo es incómodo, los astrónomos se van al campo para ello… Con el alumbrado público la luna ya casi no sirve para nada, y en cuanto a las estrellas han sido eclipsadas por los anuncios luminosos, mucho más brillantes y llamativos. Incluso, los enamorados ya no buscan un paraje apartado a la luz de la luna, y los poetas urbanos parecen haberse olvidado de ella”

CONDESA DE CAMPO ALANJE. La flecha y la esponja. Editorial Arión. Madrid. 1959.

Otro mito de la ciudad mediterráneo del siglo veintiuno es el de llenar de una “iluminación artística y monumental” sus principales monumentos y edificios históricos. Esta práctica, en la que colaboran los organismos públicos y las grandes compañías eléctricas, se entiende como una muestra de progreso y adelanto técnico, y un atractivo turístico añadido. ¿Pensaban lo mismo los viajeros que contemplaron estos monumentos y edificios históricos cuando se cambió su iluminación tradicional por la luz eléctrica?

Florencia estuvo iluminada, antes de llegar el espíritu moderno, por viejas lámparas de aceite, cuyas llamas semejaban cuerpos vivos, muy tibios y vivos, y bailaban perpetuamente en el aire suave de la noche. Este movimiento era sostenido por severos y antiguos edificios, con orgullo y dignidad, mientras alzaban sus cuellos al cielo. Dichas lámparas mantuvieron el aspecto medieval y renacentista en que se construyó el paisaje de la ciudad histórica.

La sustitución de las lámparas de aceite por las eléctricas ha empobrecido su visión. Estas lámparas eléctricas son mezquinas, de mirada fija, sin pestañeos, sin vida, en suma, inmutables abalorios. Su luz tiene la dura fijeza de las cosas que no saben fluctuar y oscilar, y estar vivas y seguir siendo ellas mismas. Incluso, la luz eléctrica tiene la estúpida prisa mecánica de los mosquitos en los cambiantes rótulos publicitarios y en los semáforos.”

T.H. LAWRENCE. Fenix. Año 1945. Obra póstuma. Editorial Adiax. Barcelona. 1982.