domingo, 28 de septiembre de 2008

PAISAJES MEDITERRANEO DE IDA Y VUELTA (1) MONTEVIDEO EN LA MIRADA DE JUANA IBARBOROU (1892-1979).

Los paisajes preferidos de esta literata uruguaya, llamada la Juana de América, fueron los paisajes vegetales y del agua. Ya del monte bravío, de las selvas y bosques, de los campos de pan llevar y huertas, o de la gran ciudad.

Su método de mostrárlos consistió en la reconstrucción de sus recuerdos de infancia y juventud en su quinta campestre, y madurez y postrera edad en la gran ciudad, que estaban indisolublemente unidos en su mente. Una viva imaginación la convirtió en precursora de la moderna ciencia de la educación ambiental.

Allá en la gran ciudad de Montevideo, observando sus cañerías domésticas, nos hace esta original descripción del ciclo del agua:

“Esta agua que viene/En los nervios pardos de las cañerías./A dar a mi casa su blanca frescura/Y el don de limpieza de todos los días.

Esta agua brillante/Que el grifo derrama/Está henchida de hondo misterio/Del cauce del río, del viento y la grama.

Yo la miro con ávido anhelo./Es mi hermana de onda viajera/Que a la inmensa ciudad ha venido./De no se qué lejana pradera…

También intuyó con acierto en que consistía el ciclo de los materiales. Entre éstos eligió el de la madera, pues amaba profundamente las arboledas, bosques y selvas de su país:

“Mi cama fue un roble/ Y en sus ramas cantaban los pájaros./Mi cama fue un roble/Y mordió la tormenta sus gajos./Deslizo mis manos/Por sus claros maderos pulidos,/Y pienso que acaso toco el mismo tronco/Donde estuvo aferrado algún nido./Mi cama fue un roble/Yo duermo en un árbol./En un árbol amigo del agua,/Del Sol, de la brisa, del cielo y del musgo,/De lagartos de ojuelos dorados/y de orugas de un verde esmeralda…”

“Ese transformar de los árboles en muebles, ¿No es un suplicio monstruoso? El árbol, hecho leña, va a poseer el alma multicolor y maravillosa del fuego… a saciar su afán de ascensión y de cielo subiendo hecho humo y luego nube…
¿Qué selvas enormes se han abatido para amueblar todas las casas del mundo? Me lleno de tristeza pensando en el duelo del rocío, de los pájaros y del viento… imaginando el dolor de los troncos mutilados, de todas las selvas de la tierra caídas bajo el hacha brillante de los leñadores…”

La escasa presencia del agua, a través de las fuentes, en las solares ciudades latinoamericanas provocó sus quejas ya en la primera mitad del siglo veinte, situación que aún se perpetua:

“Es curioso constatar como las ciudades americanas aman los monumentos, el mármol o el bronce, inmóviles y fríos, en una actitud eterna. Y debiendo estar más cerca de su espíritu las fuentes dadoras de alegría las olvidan y desdeñan…

Las fuentes tienen la alegría de la ascensión y el descenso jovial del agua… ver saltar el agua limpísima es un espectáculo tónico, reconfortante, estimulante y de contagiosa fuerza vital…

En la fuente niña el agua juega a la comba con la luz, estallando en el aire como un cohete y haciendo collares multicolores para la piedra severa…

Un pueblo rico en fuentes públicas sería el más activo y jovial de todos los pueblos… porque las fuentes son la exaltación del agua del mismo modo que las hogueras son la exaltación de la luz.”

Deambulando por las calles de la ciudad de Montevideo, Juana de Ibarborou fue anotando sus lugares mágicos, donde la naturaleza se casaba armoniosamente con el artificio urbano.

El primero de ellos son las calles sombreadas por frondosas arboledas, otra práctica que se está perdiendo:

“Calle sombreada de sauces/Y azul de jacarandá./Todos los ruidos del mundo/En ella se dormirán.
Y el sueño será azul como/La flor de jacarandá.
¡Quién te diera el alma cansada/Y herida por el temor./Todo un día de silencio. En esta calleja en flor¡

En segundo término, las pérgolas y muros vestidos de enredaderas del viejo barrio de casas coloniales donde vivía:

“Asciende una enredadera/El esqueleto de hierro/va a tener un vestido de seda. Ahora verde, azul más tarde/Cuando llegue el mes de Enero/Y se abran las campanillas como un puñado de cielo.”

“Frente a mi casa hay un tupido cerco de enredaderas, que oculta muchos nidos porque son muchos los gorriones que entran, salen y se agitan chillando entre el verde laberinto de sus tallos…
Mirando el cerco ya tengo un diario motivo de alegría para todo el verano. No sé por qué, me serena verlo tan lleno de viva y sana belleza. Y creo que me da una constante lección de optimismo floreciendo.”

Y, como conclusión, la añoranza de los parrales que cubrían los viejos porches y patios de las casas coloniales uruguayas:

“¡Qué bonita es, en verano, la sombra de los parrales¡ Tiene una tonalidad verdosa, como de agua, y es tan compacta que solo a ratos, cuando un soplo de viento separa un poco las hojas, deja caer al suelo, como perdida, una temblorosa moneda de sol¡

“Van desapareciendo los patios coloniales… las modas francesas los van convirtiendo en hall. Y con ellos desaparecen sus techos de parras, que eran en el verano como un toldo compacto y movedizo de hojas verdes y morados racimos, donde una rumorosa multitud alada golosineaba la fruta prieta… A su sombra se sentaban los viejos a tomar el mate, las muchachas hacían sus ajuarcitos y trajes de boda… ¡Cómo me gustaba a mí pasar la siesta tendida en la mecedora, bajo el viejo parral de mi casa paterna, Y despierta, con los ojos semicerrados, soñaba las cosas más absurdas y más dulces.”

miércoles, 17 de septiembre de 2008

Las ciudades campiñesas de la Baja Andalucía en la mirada del escritor José María Pemán.

Las ciudades campiñesas de la Baja Andalucía, que tanto admiró José María Pemán, tuvieron un origen similar en muchas ocasiones (Estepa, Carmona, Marchena, Lebrija, o Arcos de la Frontera).

La alcazaba, o fortaleza defensiva árabe, se ubicó en el extremo de un abrupto cerro. En su recinto amurallado residían el líder militar, su corte y sus ejércitos. Este castillo fue después – una vez pacificada Andalucía- Palacio renacentista y barroco del Señor feudal, con patio de armas propio, que con el tiempo derivó en una esplendorosa Plaza Mayor como la de Marchena.

En el lado menos tendido de cada cerro creció la medina, o barrio de origen árabe, con una intrincada trama urbana. El crecimiento urbano solía detenerse de improviso ante algún obstáculo natural, hoy suprimido; normalmente un barranco o un arroyo o pequeño río inundable, pues aún no cursaban sus carreras universitarias los ingenieros capaces de hacer tabla rasa de estas dificultades que la naturaleza ofrece a los asentamientos humanos.

Eran entonces ciudades llenas de sombras, pues sus estrechas y retorcidas calles, con numerosos arquillos y voladizos de herencia morisca, crearon un ambiente de penumbra, donde sólo llegaba tamizada la luz solar. Esta ambiente se prolongaba en las viviendas, que poseían extensos zaguanes de entrada y grandes patios interiores.

Muchos siglos después, Pemán las visitó en un momento crucial. Cuando estaban dejando de ser esas ciudades duales, aristocráticas y jornaleras, donde la vida transcurría pausadamente hablando de las cosechas de los campos vecinos. Su imagen panorámica era eminentemente blanca; todavía no se había visto afectada por la deformación de la modernidad; es decir, por ese dogal o anillo periférico de bloques de pisos, adosados y polígonos industriales, que le han crecido alrededor y alteran su imagen primigenia:

“Estas ciudades desde fuera parecen platos de leche cuajada. Cuajada para toda la eternidad. Todo inmóvil, y encima de la torre, la misma cigüeña quieta, fina y de curva estilizada”

Las calles de estas ciudades campiñesas de la Baja Andalucía experimentaron una brusca transformación en esos años con la aparición del automóvil:

“Antes, la calle Ancha era dulce, como una calle de Palestina, con sus baches de arena y sus hileras de borriquillos… el asfalto la ha metido a la fuerza en la seriedad artificial del reglamento de circulación, ahogando aquella circulación lenta, libre y consuetudinaria, que daba lugar al ejercicio de las virtudes humanas”.

Transcurrido más de medio siglo de la marea negra que cubrió de asfalto las calles, la trayectoria es de vuelta atrás. La supervivencia de estos centros históricos depende de que sus calles no se ahoguen de tanto tráfico rodado que son incapaces de soportar. Los ayuntamientos están impulsando su progresiva peatonalización.

Ello no supondrá volver a las bucólicas calles como de Palestina a las que alude el escritor gaditano. Las nuevas calles peatonales se miran en el espejo de los paseos marítimos. Están cubiertas de losetas y adornadas con macetones públicos. No obstante, en ellas se pondrá a prueba ese ejercicio de las virtudes humanas, de que nos habla Pemán, que es la movilidad sostenible. Para ello deberán aprender a convivir los tráficos de peatones, ciclistas y vehículos autorizados (residentes, carga y descarga, emergencias, etc.).

Los ayuntamientos de las primeras décadas del siglo veinte se preocuparon también por dotar a estas ciudades campiñesas de un Jardín Municipal, símbolo de la población y émulo de los de sus capitales de provincia. Estos jardines son alabados hoy día por su diversidad vegetal y riqueza arquitectónica y decorativa. Incluso, están siendo incluidos en los Catálogos del Patrimonio andaluz, bajo la categoría de protección de jardines históricos.

Sin embargo, estos jardines fueron tratados con cierta sorna y desprecio por el escritor gaditano. Le parecían un simulacro administrativo de los espléndidos jardincillos de los patios de las casas señoriales, de trama más orgánica y espontánea. Si viera los jardines municipales minimalistas y de diseño duro al uso en el albor del siglo veintiuno ¿Qué opinaría?:

“El jardín municipal tiene sus callecitas simétricas como un padrón y sus bancos de azulejos fríos, comunales. Incluso, el ruido monótono de la fuente parece recitar los artículos de alguna ordenanza municipal… Todo en él es artificial y forzado. Incluso las flores son administrativas…Desde el centro, donde está la fuente, parten hacia afuera callecitas que terminan en glorietas con cuatro o cinco bancos de azulejos; cuando uno de estos bancos es ocupado al atardecer por una pareja de enamorados, los restantes quedan vacíos, por cierto respeto antiguo y religioso…”

En sus grandes casas señoriales o casonas vivían las familias nobles que dirigieron secularmente los destinos de estas poblaciones, aprovechando su condición de terratenientes o principales propietarios de los campos circunvecinos. Estas familias eran visitadas frecuentemente por Pemán en los años treinta, cuarenta y cincuenta.

“Estas casonas son paradójicas… los abuelos de los propietarios construyeron, en calles estrechas y difíciles, espléndidas fachadas sin posibilidades para ser admiradas… Ocupan manzanas y todo el mundo las conoce nada más nombrarlas…son recintos amplios, llenos de luz y de aire, construidos alrededor de un amplio patio, al que se asoman todas las piezas”

El escritor gaditano retrató brevemente algunos elementos de estas casonas, que le llamaban poderosamente la atención; por ejemplo, los dormitorios:

“Una vieja criada abre las altas puertas de madera al amanecer diciendo Ave María…La señora se levanta de una cama ancha y fecunda, cubierta por un dosel de caoba. Se compone de tres colchones altos y mullidos y dos cojines llenos de encajes, y sábanas, fragantes de alhucema, que tienen iniciales bordadas con enrevesada caligrafía de párroco o notario”

Otro aspecto singular era el modo de vida elitista y apartado del pueblo de los habitantes de estas grandes casas solariegas, que queda escuetamente reflejado en estas líneas:

“Doña…tenía criada antigua, berlina con tronco de caballos, portezuela con escudo y cochero propio.,… dentro del coche de caballos iba de joven con sus hermanas al paseo con filas de palmeras,. detrás de los cristales reían y se divertían poniendo motes a los muchachos del pueblo….Para ella el mundo era un conjunto de media docena de naciones, donde cada una hacía perfectas determinadas cosas: los muebles y el té inglés, la mantequilla holandesa, las esencias de Francia, el lápiz Faber alemán o la lana de los Pirineos…”

En estas casonas vivían las antiguas familias extensas. Familias hoy segregadas entre la casa tradicional, los bloques de pisos y los adosados, donde viven abuelos, padres e hijos.

“Estas casonas eran como pequeñas repúblicas independientes. Los Señores eran los padres y loa señoritos eran los hijos según los criados…No existía el miedo al hijo de las grandes ciudades, ni sus miembros hablaban entre sí por teléfono…”

La Casona no sólo era el hogar. Había heredado de siglos anteriores la función de gran taller de fabricación artesana de todo tipo de productos para la autosubsistencia:

“Estas casonas eran un pequeño mundo, que reunía todo lo necesario para la vida: el granero, el horno, la bodega, la cuadra, la despensa, el lavadero… que ahora tienden a ser sustituidos por esos establecimientos fríos e industrializados que son el restaurante, el almacén, o la panadería y lavandería industrial…”

Dos elementos de la arquitectura de estas Casas solariegas atrajeron al escritor. Sus cancelas y sus patios. La casa patio fue siempre la tipología arquitectónica predominante, estableciendo un singular diálogo con la calle inmediata:

“El patio, ancho, abierto y acogedor, se brinda al sol y al aire… a través de la cancela intercambia prendas y regalos con la calle. Pregones, coplas y bocanadas de calor vienen de afuera adentro; y de dentro afuera, olores de jazmines, trinos de canarios y rumores de chorro de la fuente”.

La cancela de las casonas andaluzas es un invento de la ilustración y el liberalismo. Anteriormente sus puertas se cerraban con portones de madera y se vivía para los adentros con el secreto de los claustros de los conventos. Su creación tienen algo de reclamo publicitario y de ostentación pública de rango y poder social. Todo el pueblo empieza a estar informado de cómo vive la gente principal, de sus costumbres, de sus riquezas, e incluso de sus enredos íntimos:

“Estos encajes de hierro que son las cancelas, entregan a la fiscalización de la calle la vida de los patios, las tertulias que se reúnen, las visitas que se reciben, incluso actúan como caja de resonancia de las voces de la casa –la riña de la criada o en enfado del niño-.”

Además, las cancelas de los grandes caserones contribuyeron a mejorar el clima y, sobre todo, la ventilación de las viviendas, mediante las corrientes de aire que se forman entre la calle y los patios interiores. Al respecto, Pemán retrata con fina ironía la secular adaptación para el calor de estas casas señoriales, aunque para ello hubieran de vivir casi helados de frío entre los meses de noviembre y abril:

“Estas casonas son un puro desplante y desprecio al frío… Se pasa de la calle a un zaguán, inmenso como una estación. Le rodean largos bancos o poyetes de mármol, donde naturalmente de noviembre a abril, sólo se sientan los suicidas, pese a que en sus paredes hay un impresionante mosaico romano que representa el baño de las ninfas. El patio es también una desolada llanura de mármol, pese a lo cual, en sus cuatro esquinas hay estatuas que representan desnudos a un segador, un pastor y una ninfa. En el centro hay una fuente con dos niños de alabastro, desnudos también. Subir a las habitaciones supone escalar una ancha escalera cubierta también con fríos peldaños de marmolillo. Cuando entramos en la sala de estar descubrimos las pequeñas trampas ocultas con las que los habitantes de la casa sobreviven al invierno. Portones de madera cerrados. Cortillas y visillos echados. Tapices y alfombras en paredes y suelo, y en el centro una inmensa mesa camilla, a la que la familia está agarrada como los moluscos a las peñas.”

Fueron esas décadas oscuras –de los años treinta a los sesenta- cuando muchas de estas grandes casas solariegas se fueron arruinando, y sus familias se marcharon a vivir a las grandes ciudades. El escritor gaditano identifica la decadencia y abandono de estas casonas con la pérdida de una de las primitivas señas de identidad de las ciudades campiñesas de la Baja Andalucía:

“Van cayendo estas casas grandes y anacrónicas, últimos restos de una época…las fases de su crepúsculo son tristemente invariables. Primero, su portero de librea aparece vestido de dril. Poco después enmudece el piano que solía teclear todas las tardes de cuatro a cinco. Luego empiezan a verse las últimas heridas: el polvo, las goteras, las grietas y los desconchados. Finalmente, sobre la gran puerta, el escudo del águila bicéfala pierde una de sus alas…”

No sólo se fue perdiendo una escena urbana secular, también el rico patrimonio que, como tesoros bien guardados, encerraban estas casonas:

“Llegó un momento en que hubo que vender o repartir los objetos caros y decisivos, que eran el símbolo supremo del pasado esplendor familiar: la imágenes de la capillita; tal o cual estatua o antigüedad, y el cuadro de Murillo, Valdés Leal, o Roelas, que se enseñaba a los visitantes”

Con el advenimiento de los ayuntamientos democráticos (1977) esta decadencia de las viejas y grandes casonas señoriales de las poblaciones campiñesas empezó a verse más como una oportunidad de mejora de la ciudad que como una tragedia patrimonial.

Los urbanistas han bautizado el nuevo desempeño de estas casas solariegas con el argot “adaptación de edificación singular como contenedor de equipamiento de uso público”. El escritor gaditano no veía con buenos ojos este proceso de ocupación para usos administrativos de los venerables edificios de las grandes familias locales. No es que no aplaudiera que bajo esta fórmula se evitara la pérdida irreparable de este patrimonio arquitectónico. Es que, según Pemán:

“los viejos caserones están cayendo definitivamente derrotados en los brazos fríos y laicos de la administración, que procuran para ellos un sentido utilitario… pero qué difícil es la alianza entre lo bello y lo útil”.

El mundo de ocio y diversión de los andaluces del siglo veintiuno.

El mundo de ocio y diversión de los andaluces está cada vez más alejado del mundo físico que los rodea. Es el que consumen varias horas al día a través de los medios audiovisuales.

Un niño andaluz de cuatro a seis años vive imaginariamente en territorio Disney durante su tiempo de ocio, y, por eso, ansía tanto celebrar sus fiestas en uno de esos parques de juegos que recrean dicho Mundo.

Conforme alcanza la pubertad va cambiando su mundo de ocio y diversión. Se abren perspectivas más amplias, que van desde el mundo de los Piratas del Caribe o de la Guerra de las Galaxias al de la familia Simpson, pasando por distraerse y vestir como sus ídolos juveniles de tal o cual instituto de enseñanza secundaria norteamericano. Se ha creado una red de Parques Temáticos de Ocio en todo el Mundo, Europa, España y Andalucía, que recrea estos mundos.

La llegada de la adolescencia y primera juventud del andaluz nacido en la primera década del siglo XXI disgrega aún más las formas de diversión. Cada joven se va adscribiendo a las diversas tribus urbanas, la mayoría importadas desde los Estados Unidos. Una joven de diecisiete años que disfrute con el mundo de la moda “Gótica” se divierte con su pandilla, o visitando un pub donde se reúnen los seguidores de dicha moda, y comprando masivamente vestimentas, adornos, músicas o audiovisuales que completan su trayectoria vital. Una trayectoria que copia a sus ídolos de referencia, en la que vive imaginariamente como ellos, aunque éstos residan en realidad en un suburbio de Chicago o Nueva York.

Quizás por eso, muchos niños, púberes, adolescentes y jóvenes andaluces nunca han escuchado ni se han distraído con los bailes, músicas y cantes de su Tierra. Incluso, el flamenco es para ellos un gran desconocido, al que desprecian porque, como en la película ganadora del Oscar, su mundo “no es un país para viejos”.

Un anciano gitano, meditando sobre la manera de divertirse de sus nietos, echa la vista atrás. El se crió en un corral de vecinos, sin radios, ni tocadiscos ni televisiones. En el frondoso y verde patio común se pasaba la mayor parte del día. Allí aprendió de sus primos los cantes y bailes flamencos que luego lo encumbraron a la fama. No había otra distracción que le hiciera la competencia a esta forma de divertirse heredada de muchas generaciones pretéritas. Sus nietos viven en un pisito de un bloque de doce plantas de altura de la periferia urbana. A él le resulta deprimente, no hay patio común, ni macetas, ni flores, sino un lóbrego patinillo que mira al bloque vecino, en el que no se sabe a ciencia cierta si amanece o llega la noche. El hogar es tan pequeño que no hay lugar ni para echarse un bailecito, sólo una sala de estar donde la familia permanece enganchada - desde que dejan de almorzar hasta la madrugada - a la televisión, los videos y las consolas.

El se pone triste porque sus nietos se comportan como fríos mecánicos. Cuando hay un espectáculo audiovisual que mirar nadie conversa. Tampoco lo hacen cuando se van a las botellonas nocturnas, pues la aglomeración de personas y la ruidosa música impiden oír cualquier diálogo. Y mucho menos en ese gran Estadio Deportivo donde vociferan animando a su equipo de fútbol favorito.

A este anciano gitano le encanta pasear por su ciudad de siempre, mientras que a sus hijos y nietos parece que les quema, les ahoga y les resulta aburrida.

Un fin de semana sí y otro también sus familiares se van de viaje, y, en vacaciones, salen fuera del país a un destino exótico. Como resultado de sus viajes tienen una colección interminable de fotogramas que describir, y cientos de escenas visuales y momentos plásticos que contar… ¡Qué si aquélla torre, qué si esta ruina,…¡Pero hacen muchos menos amigos y conocidos que el abuelo sin moverse de su tierra.

Tantos viajes y vacaciones, todos tan veloces y organizados, están perfeccionando su aire de “fríos mecánicos”. Como si sus cuerpos fueran vehículos en perpetuo movimiento, que para una perfecta puesta a punto necesitan, en lugar de gasolina, consumir imágenes y más imágenes, en casa y cuando salen.

Los viajes y vacaciones de sus familiares rara vez suelen ser aventuras. Las Agencias de Viajes los convierten en una colección de horarios de aterrizajes, paradas, hoteles, itinerarios guiados por intérpretes, contemplación de paisajes y monumentos forzosos de ver, degustación de platos típicos que obligadamente hay que comer, adquisición de recuerdos tópicos sin los que no se deben marchar…

Y, cuando tienen algo de tiempo libre para deambular por una ciudad nueva, los aborígenes les dedican la insípida hospitalidad que ofrecen a los miles de turistas anónimos que pululan diariamente por allí. No traen apenas vivencias nuevas, ni siquiera palabras extranjeras, y mucho menos amistades de otras geografías y costumbres. El abuelo piensa en los desplazamientos gregarios de las aves o los atunes que cruzan el Estrecho de Gibraltar. Posiblemente sean más baratos, misteriosos y sorprendentes, y estén más llenos de momentos inesperados.